lunes, 4 de junio de 2012

La velocidad de mi corazón



La velocidad de mi corazón
No está en sus latidos,
No se refiere a la estrepitosa eficacia
De su bomba transportadora de sangre.
La velocidad de mi corazón es el frenesí
De un espíritu secuestrado por la rutina del vértigo.
La velocidad de mi corazón
Es también la velocidad de mis pensamientos,
Es también la articulación rápida y afligida
De mi discurso.


De vez en cuando,
La velocidad de mi corazón aumenta un poco más,
Y ya no puedo seguir yo mismo
El trote de mis pensamientos,
Entonces me quedo lejos,
Muy por detrás de mi lógica enarbolada,
Me quedo como inválido
Sobre un tiempo escurridizo,
Me quedo como tumbado sobre una cama.

Hecho un nudo,
Sobre el último lecho en el que querría descansar.


La velocidad de mi corazón
Describe el funcionamiento de un motor
Que inyecta su energía a un vertedero.
Es el síntoma de una verdad tan seria,
Tan recurrente,
Como síntoma es también
La calma del corazón para el Buda,
La calma del corazón
Para el hombre que aún no arruina sus sentidos,

La calma del corazón,
Para el corazón que todavía siente el tiempo pasar,
Como el colapso razonable del futuro,
Y no como el destello
De un choque inminente contra la muralla.



lunes, 30 de abril de 2012

La pesca defectuosa


Hace poco quise probar suerte pescando,
Supongo que un melancólico no puede sino buscar un momento para la paciencia,
Un tiempo para abrazar el tiempo,
Para abrazar a ese sí mismo que se fuga.

Quise pescar desde la orilla de un lago,
Para eso obtuve un anzuelo y lo necesario.
Supuse que el simple nylon y el simple tarro
Harían de mí una persona más simple;
Sencillez y algunas risas simples manarían naturales de mí
Como naturales vendrían los peces hacia mi artificio.

Me dije que querer pescar así,
Como un melancólico sencillo en la orilla de un lago,
No podía ser una afrenta contra la Naturaleza, mi vieja amada,
Sino un suave coqueteo,
Nada más que un roce inocente con la necesidad humana,
Un pequeño rasguño en mi cordón umbilical
Que al fin pasaría desapercibido por Ella.

Sería entonces un viajero cuya olla deleitaría a otros viajeros
Con los sabores del lago,
Le daría un descanso al viejo kilo de arroz.
Sería un individuo mejor adaptado y suficiente,
Capaz de ir a la Naturaleza y volver con la frente sin mancha
Y el estómago lleno.

Sin embargo,
Tras unos pocos, terribles intentos
Y la demostración de una técnica nefasta,
Renuncié a mis ambiciones
Y resigné este idilio que se hubo instalado en mi imaginario
Con toda la comodidad.
El proyecto fue desechado formalmente
Tras el certero golpe que me propinó en la frente 
Un anzuelo coludido con mi destino.
Entonces tuve hambre.
Tuve una mancha de sangre en la frente.
Tuve a mi viejo kilo de arroz.

Hace poco quise probar suerte con las mujeres,
Desde la orilla de otro tipo de lago,
(Ya saben, una metáfora)
Y como un melancólico sencillo en la orilla de otro tipo de lago,
El poema de rigor es el mismo:
Tuve hambre.
Tuve una mancha de sangre en la frente.
Tuve a mi viejo kilo de arroz.


jueves, 15 de marzo de 2012

La alegría que pasa


Tal vez sea sólo un arroyo de melancolía,
El que fluye como un arado sobre mi duro y viejo cuero,
El que corta y abre lo que es tierra reseca a su paso,
Así la riega y la despierta de un largo descanso.
Tal vez sea sólo eso,
Porque una tarde me puse a dormir
Y no estoy seguro de haber amanecido alguna vez.

Tal vez sea sólo la coqueta luz de esta mañana,
Como una mujer joven y hermosa,
La que impulsa con nueva juventud la cansada sangre de mi cuerpo,
La que camina conmigo hacia futuros olvidados.
Tal vez sea sólo eso, o ni siquiera.
Porque un día quise olvidar
Y no estoy seguro de cuánto borré con mi mano en la arena.

Tal vez sea siempre pasajero,
Este abrazo amante que de pronto acosa a mi espíritu,
Lo acosa y lo toma y lo une y lo descuartiza luego.
Porque pareciera que ya no volveré a amar a los hombres
Cuando acabe de escribir esto:
Cuando se acabe la música,
Cuando se seque el arroyo,
Y se me olvide el futuro.
Y tal vez sólo la poesía pueda domesticar a un lobo,
En un mundo donde reinan los hombres.
Tal vez sea sólo eso.
Porque siempre he sido así
Y no estoy seguro de haber cambiado.

Tal vez sea que la verdadera alegría dura una canción.

sábado, 17 de abril de 2010

Los bolivianos


"¿Los bolivianos? Son gente linda, un pueblo de verdad especial. No te lo imaginas.” Le diré eso porque la encuentro linda, de verdad, especial. Tiene algo. Me gusta cómo logra que su ropa tenga un aspecto artesanal tan industrialmente acabado. Igual que su maquillaje. Me gusta su voz entusiasta y la distancia, tan ingenua como exigua, que escogió para separar mi nefasta cercanía de su centro de gravedad. Debe ser una idealista y una soñadora moderada en las mañanas, igual que yo. Más que eso no sé, pero puedo apostar que su película favorita incluye a alguna clase de Che Guevara dentro del reparto y que ama la idea de verse a ella viajando más que el-viajar-en-sí. Claro, desde que arrendó la película Into the Wild (seguro que la arrendó, y está fanática) que espera el momento justo y a las personas indicadas para ir a fundir su existencia con el universo y volver a Santiago con la boca llena de historias fascinantes sobre animales exóticos, paisajes conmovedores y alguna droga-medicina turísticamente aceptada por el resto del mundo. Volver con el aura renovada y que alguna amiga le diga galla qué te pasó que te creció el espíritu. La idea de volver es siempre romántica si se la compara con el no haber partido nunca.

Me imagino que sueña con llenar su bitácora de viaje (que en ningún caso es igual a su diario de vida, aunque el cuaderno sea el mismo) con coloridas anécdotas de los mercados, reflexiones trascendentales sobre el misticismo y toda clase de citas a autores ad-hoc. Escribirá en éste cada noche, devota de la idea de jugar a ser reportera del National Geographic. Supongo que cuando vuelva, repletará su facebook (y el de todos nosotros) con fotografías de ella y sus amigas volando en perfecta sincronía a unos treinta centímetros del suelo, y con otras fotos, más del estilo Unicef, en las que saldrá radiante, compartiendo su alegría con los niños del lugar.

Supongo entonces que aquella pregunta por los bolivianos deja la pelota en un territorio dentro de cuyos límites me siento del todo cómodo. Le contaré mi historia sobre Bolivia y su gente. Le diré que partí el viaje solo y a dedo desde la esquina de mi casa, lo cual no es estrictamente cierto ya que mi casa no queda tan cerca del terminal de buses de La Paz. Ella me escuchará de ahí en adelante con suficiente interés, esbozando una suave sonrisa cuando me haga el-ridículo-tierno y le cuente que durante todo el viaje llevé una olla de lata colgando de la mochila, la misma que en más de una ocasión me sirvió como tambor en tal o cual plaza boliviana.. Seguiré hablando. Una tensión repentina y vibrante se instalará por algunos segundos como un fantasma sobre sus labios cuando le cuente que mi bus se cayó transitando por el camino más peligroso del mundo, la misma tensión que se difumará en un suspiro cuando le confiese que caímos del lado correcto del camino, sobre la ladera, y que solo fue necesario usar un par de palas y tirar el viejo bus con una cuerda, entre las gallinas, las viejitas forradas en aguayos y uno que otro entusiasta israelita sacando fotos en calidad baja. Sonreirá de nuevo y me llamará tonto. Tarde o temprano me preguntará algo así como qué es lo que más te marcó del viaje, o bien qué fue lo que aprendiste estando solo en un país como Bolivia. Yo antepondré cuidadosamente a mi respuesta el prefijo uffffff, haciéndole ver lo inabarcable de su pregunta, me tomaré el pelo y luego le diré que al estar solo (le diré que en realidad, fueron pocos los días en los que estuve realmente solo porque tuve la bendición de conocer los compañeros de viaje más multiculturales que pueda imaginar) uno se dispone de la mejor manera para conocer a las otras personas, quienes de otro modo pasarían desapercibidas entre tanto tan interesante que sucede alrededor. Y que la gente que uno conoce o no conoce, es por lejos el elemento crucial de un viaje. Inventaré a la pasada un cliché asqueroso como “compartir con el que viene del otro lado del mundo y ve las cosas al revés que uno, acaba con dos personas que son ahora más capaces de querer al otro.” Me brillarán los ojos con cierto heroísmo, los que estarán imperceptiblemente cubiertos como por una helada al finalizar estas palabras. Le diré al fin que la selva te marca y le mostraré el ambiguo tatuaje de un árbol que hace años dibujó en mi espalda un drogadicto del Portal Lyon.

Una mueca extraña y novedosa se dibujará en su boca, por un instante ya no linda ni tersa, sino torcida e inquisidora. Ella mentirá qué bonito y yo me excusaré, relativamente desesperado, con que fue un regalo que por buena educación no podía rechazar, y que en realidad no es tan terrible, porque como está en la espalda, no lo veo nunca y casi no me acuerdo de que lo llevo ahí para siempre. Un prolongado silencio de tres segundos agravará la situación. Pareceré un imbécil y en efecto, ella pensará que soy un imbécil por aceptar que un compañero de viaje, es decir, un absoluto desconocido me “regale” un tatuaje que me cubre media espalda, o pensará que bien soy un mentiroso, nada de lo cual es estrictamente falso por las razones que a esta altura ya no estimo necesario explicitar.

Continuaré con las excusas y los tropezones mientras lanzo furtivas (y cada vez más frecuentes) miradas a la salida. Ella lo notará y me preguntará si me pasa algo. Yo le responderé no nada que en realidad estoy esperando a alguien, pero que todavía no ha llegado. Que no se preocupe, que todo va bien. Me mirará como se mira a un moribundo. Otro demoledor silencio de tres segundos me obligará a pedirle que me cuente "algo más de ella", así, textual. Estaré acabado… El tercero de tres segundos, no sabré manejarlo y entonces, mientras me descompenso, aprovecharé de decirle que tiene las tetas caídas. Le diré que una le llega hasta mucho más abajo que la otra. No le diré cuál. Supongo que en aquel instante un pololo enorme saldrá de su morral de lana made-in-china con la idea fija de masacrarme. Entonces me acordaré convenientemente de su pregunta inicial y le responderé con un “¿Los bolivianos? Son gente jodida, un pueblo difícil.” Eso le diré, porque debe ser una hija de puta, igual que yo. Más que eso no sé.

martes, 16 de marzo de 2010

Malhu-mor

Por más que trato,

Por más que me rompa la cabeza buscándole la quinta pata,

Una cola o la cabeza a este gato,

No parece que haya luz

Que haga más claro lo que veo,

Que (me) declare más obvio lo evidente.

Es que no me importa si las mujeres gritan,

O si el suelo tiembla,

O si el pelo gira y baila al ritmo de no se qué jingle pasajero,

O de algún himno nacional.

Igual me emputecen las calles,

Y los autos que llenan las calles,

Y los gentiles idiotas que llenan los autos,

Y las palabras que llenan las bocas de los idiotas.

Me enchuchan las palomas que nutren con su diarrea plazas y cabezas,

Mi rubia cabeza, de lunes a domingo.

Ya odio problemas y soluciones,

Odio las jaquecas y las aspirinas.

No iría al bautizo de un hijo,

No iría al funeral de un amigo,

Solo aplastaría mi ego sensualmente contra el tuyo,

Sin pedirte (demasiado) permiso.

En fin, rezo y escribo,

imagino, sueño, pienso, hablo,

Creo, lloro, construyo, arrugo, gasto y malgasto cada puto verbo

Que se cruza conmigo en este mal camino,

En este mal día que se viene repitiendo,

Desde mucho antes de ayer.

lunes, 1 de marzo de 2010

Accidente laboral


Nadie conoce el día ni la hora de su llegada, pero ciertamente, la inspiración irrumpe como un flechazo envenenado y delicioso en el centro perplejo de los visitantes del mundo. De este modo ocurrió y ocurrirá siempre. De este modo se construyeron las torres que desafiaron los lindes del cielo. De este modo se ganaron las batallas más adversas que escribieran la historia de todos nosotros. De este modo se inspiraron ingenieros de estructuras y estrategias. De este modo y no de otro me sucedió a mí, cuando una bocanada de sueño me alcanzaba y demolía de un golpe la idea -ya borrosa- que sostenía de toda forma de vida sobre el escritorio.
La hora por entonces se escapaba groseramente de los márgenes de la media noche y el insomnio literario al final cedía los primeros palmos ante un trabajo estéril, acompasado por la luz cetrina que se escabullía de mi mezquina lámpara de estudio. Mi ensayo nocturno se proclamó vencido por las fuerzas de la naturaleza y dibujé una ostensible mancha de tinta sobre el cuaderno, el que horas atrás pretendí colmar con el jugo mismo de mi imaginación. La página en blanco (ya no impoluta) que se desplegaba frente a mí era la señal convenida: llegaba la anhelada paz y mis párpados tropezaban con la luz lentísima de la madrugada.
Entre las almohadas y las sábanas heladas me recriminé una última vez el no haber sido capaz de concebir un solo personaje, pero por más que el sueño me embriagaba crecientemente, no terminé de aceptar este fracaso como parte imprescindible del flujo natural de todo proceso creativo. Durante toda la noche me había sentido como un inválido, un inútil frente al vacío sustancial de mi creación. Este singular hecho, se me antojó semejante a mis primeras incursiones en debates con el sexo opuesto: mi mandíbula cuan desencajada como desencantada ante la verdad absoluta de mi incapacidad para prolongar una conversación más allá de los mínimos que exige la cortesía.
No supe qué decirle a mi futura obra, no supe cómo esbozar un simple borrador para las primeras líneas. Ni mencionar el desenlace de una historia que no fue, ni la esperanza o la algarabía de personajes que no existieron. Ni siquiera uno de ellos acudía en mi auxilio cuando una última bocanada de aire terminaba por asfixiar el insomnio que me había acompañado como un demonio fiel toda la noche. Fue entonces, cuando deambulaba errante a través de los empañados humedales del sueño, que apareció en la escena por primera vez: como una sombra apenas dibujada, apenas sugerente, que si bien apenas acreditaba los requisitos mínimos para trascender la barrera de los sueños, se grabó indeleble en la oscuridad de mi lecho.
Ahí estaba, altivo, insolente, casi traslúcido balanceándose suave sobre mi frente cansada, y sin lugar a dudas, como un obstáculo ineludible en el progreso de mi descanso. Toda la noche lo había invocado desde el insomnio sin éxito, a él, personaje escurridizo, a ella, inspiración impredecible, y ahora alzábanse burlones al alcance de mi reposo, dejándome muy en claro cuan insignificante fracción de los azares es la que en realidad depende de la voluntad y el esfuerzo de los hombres. Me reí de mí mismo.
Me incorporé y me instalé en mi despacho dispuesto a amanecer modelando a este ser maravilloso y vacío. La luz de la habitación se abalanzaba con escándalo sobre su silueta, eclipsándolo todo a su alrededor. El color de mi inmueble se opacó levemente. Al verme en el espejo que siempre vigiló mis decisiones estéticas, noté que la vida parecía evaporarse de mis ojos, lenta, espumosa, decidida, al tiempo que el garabato de luz que se levantaba frente a mí tomaba un color imposible.
Superada la impresión inicial que me provocó la parafernalia desplegada por mi personaje, me ungí en el humo sagrado de inspiración que manaba desde los vértices de mi pieza. En un segundo lo comprendí todo. La claridad y la lucidez son virtudes de penosa categoría si se las compara con la Verdad misma inhalada al amanecer. Comprendí que de hombre a dios, de creatura a creador, hay una sola distinción, una sola y crucial diferencia: todo depende del lado de la creación donde te estrelles.
Lleno de esta renovada y deliciosa soberbia me dispuse a crear. Lo miré a él resplandecer a contraluz y sentí una suave oleada de succión sobre mi mirada. Encantado, di la pincelada inicial. Quise sentenciar de una vez su antropomorfismo, y él (me dio a entender que siempre fue él) cobró el brío de un gladiador furioso. Su rasgo se dibujó con firmeza en los pómulos y con sublime belleza en la mirada. Las delgadas líneas a sus costados se desplegaron con alboroto y se hincharon formando pesados y musculosos garrotes por brazos. Un proceso idéntico sucedió con cada una de sus extremidades, las que ahora formaban una constelación incandescente a escasísimos centímetros del escritorio. Lo imaginé calvo, lo imaginé dueño de una barba misteriosa, pero su rostro lampiño brilló con ímpetu renovado, y una melena plateada flameó con fuerza al ser alcanzada por una ráfaga extraviada de su aliento.
Intenté repetidas veces ejercer mi soberanía mediante órdenes y delineamientos literarios. Si alguno de mis mandatos cobró vida en la figura de mi personaje, debo reconocer que fue mera casualidad. Mi grandeza creadora se cambiaba poco a poco por sumisa y expectante invalidez, y recordé vívidamente cómo me había sentido toda la noche, azolado por las pampas del insomnio. Tuve miedo. De pronto, se erguía frente a mí un dios griego, desnudo y perfecto, rotundo. Me dio a entender con la mirada que buscaba a un súbdito. Quise dejar en claro quién era el súbdito en aquel escritorio de amanecida y él esclareció cualquier duda con una terrible bofetada sobre mi rostro incrédulo. Un calor insoportable quemó la mejilla que amortiguó el golpe y la luz que escapaba de sus ojos me dejó ciego. Mi triste figura se inclinó cada vez con más violencia sobre el clímax energético de este Ades, este Poseidón, este Zeus terrible y vengativo que despedía rayos de odio y lujuria desde mi despacho, entre mis cuadernos, a primera hora de la mañana.
Quise despertar. Debí despertar entonces, empapado de un sudor frío, suspirando los últimos retazos de un mal sueño. Correspondía que esta historia acabara con la noticia de que todo lo sucedido no había sido más que una pesadilla, producto de la extenuante noche en vela, del mate, de los cigarros, o de la funesta combinación de estos factores; incluso aceptaría un final que planteara la idea de que yo nunca hubiera sido un escritor, o que bien nunca hubiese aprendido a escribir, explicándose todo porque un hombre de las cavernas, un chamán, tuvo una visión del futuro, una revelación boreal. Pero hace largas horas que perdí las riendas de esta narración y heme ciego, encerrado en el diamante que corona a un dios que jura conquistar el infierno. Y ya no puedo contener el miedo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

A modo de despedida



Siempre te esperé
Pero nunca te vi llegar.
Hasta que un día olvidaste tu camuflaje,
Te despojaste de tus secretos y de tu ropa,
Y pude verte brillar en mis ojos,
Acabados vigilantes del pasado,
Pude ver tu balanceo en mis pestañas,
Que por vez primera no fueron más centinelas,
Sino amantes de la noche.
Pude verte desnuda en el agua,
Nadando entre mis brazos,
Y tú feliz, yo feliz,
Los dos excelsos, desde siempre,
Como nunca

¡Cómo amaba conversar contigo!,
Tus palabras tenían todo el peso de la realidad,
Y la ligereza de un espíritu impoluto.
Tu voz tenía algo de musical,
No algo, sino todo.
A veces desafinabas, sí,
Pero precisamente eso es lo que más me conmueve hoy,
El error salía de tus labios con una sonrisa tan cierta,
Y no podía sino mirarte y entenderlo todo.

Intercambiamos besos por complicidad,
Discusiones por entrega,
Cambiamos miedos por consuelo,
Y sueños por realidad.
Hipotecamos la vida por un proyecto juntos,
Y formamos el único mercado de valores que alguna vez entendí.
Siempre como niños,
Que niños se querían.
Mirábamos el futuro de la mano,
De cara a un frío que no alcanzó nunca a helar.

Aprendimos que al final,
Los compañeros importan más que los caminos,
Que la filosofía es una ciencia coja en los dormitorios,
Que la vida se compone de recuerdos
Y que los recuerdos no se hacen de vacaciones.

Y a modo de despedida te regalo este epitafio,
Que confesé a una servilleta poco antes de conocerte:

Cuando fuimos jóvenes,
Nos reímos de la muerte,
Y cuando fuimos viejos,
Nos reímos de la vida.

domingo, 9 de agosto de 2009

Hora punta

Aquí les dejo un cuento (término más bien generoso) al estilo de santiagoen100palabras...

Y ahora todos se vuelven sobre mí, me interrogan, me acusan y me destierran con una sola mirada. Es como si algo les facilitara la adivinanza, la hiciera cosa obvia hasta para el más estúpido en esta lata de sardinas. Bien puede ser por la distancia violadora que me separa del resto. Mi aliento debe confesarlo todo, el ritmo de mis latidos debe hacer vibrar todo el vagón en sintonía con mi secreto. Y el sudor de mis manos solo es aceite que lubrica el desenlace inevitable. Oh, ¡qué desagrado! Si todos aquí tienen algo que esconder.


martes, 7 de julio de 2009

Para columpiarse y decir alguna grosería al caer

Puedo aseverar, sin caer en grandes y tortuosas cavilaciones, que una de las enormes tragedias del mundo adulto es sin duda, la pérdida o el olvido de la costumbre de columpiarse en las plazas, o bien en el jardín de algún buen amigo muy afortunado. Esto, por parecernos el columpiarse un acto decididamente inmaduro, un síntoma inequívoco de falta de pudor.
Un adulto promedio diría que subirse a un columpio en una plaza con más gente, estando ya creciditos, no es solo una escandalosa manera de llamar la atención de quienes le rodean sino que además, una efectivísima forma de hacerse en extremo vulnerables a las críticas y demases repudios que esta “sociedad que nos es ajena y distante” quiera ofrecerle a un miembro díscolo y prescindible.
Antes de que mi tesis sea alimento para toda clase de injurias y de barullos, permítame explicar cómo puede llegar a compartir usted mi férreo convencimiento.
Lo primero es salir de su casa, ojalá en solitario, o a lo sumo, con uno o dos amigos más (las plazas con más de tres columpios por lo general son escasas y se podrá entender que no quiero transformar este pequeño ejercicio en una intrincada pataleta).
Recorra o recorran (usted juzgará la conjugación que mejor se asemeje a su caso) las cuadras que sean necesarias para alcanzar la primera plaza donde sea posible columpiarse. De ser un grupo de avezados, es buena idea amenizar la caminata con una liviana conversación sobre las economías de la vida. Una vez alcanzado aquel infaltable maicillo casualmente disperso alrededor de los columpios, es prudente cerciorarse de que las cadenas que sostienen el asiento no se encuentren demasiado invadidas por alguna clase de polvillo anaranjado (lo que algún académico indicaría seguramente como óxido) y que en su ausencia, todavía el más lejano de los eslabones se encuentre convencido y bien sujeto de aquel gancho que se clava en lo altísimo del travesaño.
Ya superada la examinación técnica de este desafiante medio de transporte, es posible proceder a ocupar vuestro espacio sobre aquella –generalmente helada- superficie fabricada en madera, o bien, de un fierro pintado con una singular paleta de colores, la que cualquier experto en pintura solo aceptaría como legítima obligado por una nostalgia irremisible a sus días de niño.
Decídase a subir. Olvídese de lo ridículo que podría parecer un adulto sobre un columpio de talla infantil para esa gente de la plaza, quienes quizás podrían conocerle a usted o respetarle por su vasta trayectoria profesional o bien por su agradable vecindad burguesa. De ser este el caso, sírvase a caminar otras tantas cuadras hasta encontrar una plaza con columpios en un barrio donde su reputación no pudiera sufrir semejante jaque.
Ya sentado sobre el columpio, se hace preciso –para que pueda usted vencer la inercia inicial y comenzar a columpiarse- que dé dos o tres pasos hacia atrás, siempre (esto es importante) cuidando de permanecer sobre el asiento, y luego, en un acto de fe, doblar las rodillas hacia atrás y perder cualquier contacto de nuestro calzado con el suelo. Déjese caer. Se avanzará ahora en sentido contrario y con notable presteza, uno o dos metros desde la posición anterior, alcanzando un ángulo idénticamente opuesto al que mantenían las cadenas respecto al eje vertical. En ese momento preciso, no antes, no después, extiéndanse las piernas enérgicamente. Este movimiento le permitirá variar su centro de masa y con esto, generar un desplazamiento levemente mayor que el primero.
Repítase esta simple coreografía una y otra vez, pudiendo introducir ciertas variaciones – como doblar las piernas acentuadamente hacia atrás cuando se encuentre en la fase primitiva del movimiento– con el fin de acrecentar el efecto acelerador. Quizás sea este movimiento uno de los mayores culpables de que las personas renuncien a columpiarse una vez alcanzado cierto nivel de conciencia sobre sus actos.
Es muy importante que se cuide de no tocar en ningún momento el maicillo con la planta de los pies. Solo concéntrese en alcanzar altura y velocidad.
Cuando sospeche que es miedo el sentimiento que lo conmueve (bien camuflado, puede pasar por una simple risita nerviosa), detenga el rítmico baile que sostiene con sus piernas paralelas y déjese frenar por el simple roce de su cuerpo con el aire. Cuando se vaya acercando, como un péndulo cansado, al punto muerto de su trayectoria, que no se le olvide ahora sí rozar sus pies con el suelo, surcando hondas y emocionantes zanjas en el maicillo. Si no se está columpiando uno en solitario, es común competir para ver quién es el que logra erosionar las mayores variaciones topográficas en el terreno.
Ya detenido completamente, dispóngase a emprender un nuevo vuelo, esta vez sin los titubeos de la primera vez y con la energía y la determinación de quien sabe que ha dominado a una poderosa bestia.
Tome velocidad sin miedo. Juegue con la altura de su sombra y llénese de emoción cuando su mirada sobrepase por primera vez el travesaño del columpio. Concéntrese en su audacia y sea autocomplaciente por unos pocos minutos al día. Sí, es usted un héroe que se alza victorioso sobre aquella silla borracha. Que su entusiasmo se refleje en un balanceo cada vez más efusivo, que se vuelva este desafiante y tangencial para con las fuerzas gravitatorias y la prudencia de cualquier madre preocupada. Sienta y goce cómo por primera vez su trasero se separa infinitos centímetros del asiento y su cuerpo solo se mantiene en este planeta gracias a la firmeza con que sus manos se agazapan a la vida. Deje que esa avalancha vesubiana de hormigas se apodere de su estómago y que de ser un correcto hombre de escritorio, se transforme ahora en un visceral e indomable adicto a la adrenalina. Que el éxtasis que subyace en la repetición sistemática de estos vuelos mortales, que desde hace pocos segundos experimenta usted, lo sumerja en profundas y vitales reflexiones tales como "lo frágil y a la vez recilente que puede llegar a ser nuestro postergado niño interior".
Si por medio de la meditación, no logra usted alcanzar conclusiones de esta categoría, prepárese a cometer la más apasionante de las imprudencias de este deporte: relaje sus muñecas cristalizadas y suéltese en el momento justo. Dibujará usted una hermosa parábola (téngase cuidado de que esta se proyecte hacia delante y no hacia atrás) que concluirá, en la mayoría de los casos, con sus palmas incrustadas de decenas de molestas piedrecitas de maicillo, y un coraje adquirido a prueba de los mayores desafíos del futuro. Vuelva a iniciar todo el proceso descrito las veces que sean necesarias hasta que se convenza usted de que todavía es un niño cuando vea sus rodillas destrozadas por un rasmillón, sofocadas en aquel ardoroso polvo de maicillo, y no sea capaz de reprimir las ganas de invocar a su madre una vez más.

lunes, 18 de mayo de 2009

Guía para el turista

A partir de las cinco de la tarde, cuando la vida se reactiva tras la juerga de la madrugada pasada, será difícil ocultar el asombro al observar a los callejones mientras corren libres entre la luz de las pupilas y los aromas afrodisíacos que afloran a cada segundo para ajusticiar a cuanto amante torpe pusiera pie en la ciudad. Es cuando escapa el polvo que levantan los caminantes de sueños, polvo que normalmente alcanza las narices de todos los transeúntes sin lograr entrometerse en las vicisitudes de quienes han llenado sus minutos con frutos de la tierra y joviales noches de verano. Así transcurre la tarde en la ciudad: no habrá un solo reflejo, olor, sonido o roce que no se haga siervo de los hombres, y que no haga suya la búsqueda del placer de las personas.

Tras un breve diálogo con las sombras, el sol vaticina que ya es la hora de dormir y suele esconderse en vasijas que cuelgan desde cada viga del casco histórico, procurando siempre mantener el aire del lugar tibio y liviano, y dejando escapar un suave brillo en caso de que algún hombre descuidado hubiese extraviado algo más que su tiempo en aquella boca de perlas.

Ya en la noche, la vida se redirige a sus plazas de greda, desde donde se observa como en ningún otro lugar del mundo a aquella gloriosa galería de astros y espíritus que parecen inclinarse infinitamente, logrando el fascinante efecto de rozar con sus mejillas la copa de una selva que ha vendido su alma por clavarse en el corazón de aquellos muros sin memoria. A la luz de los luceros, los ciudadanos comienzan sus festejos y beben agua en enormes cantidades hasta que se confundan los sentidos y caigan de improviso borrachos sobre la acera. Ahí es cuando se escuchan fabulosas óperas de la boca de aves que solo migran cuando han agotado su repertorio de música docta y cuando su público es incapaz ya de dar un solo aplauso.

Pasan las horas, llega la mañana, llega el calor y se diluye la densa niebla que brotaba desde cientos de alientos inconcientes, y se podrá apreciar también cómo, tras un suave terremoto, la ciudad esboza un renacer y las aves y los hombres y todo el mundo marcha religiosamente a sus hamacas de lino, esperando a que den nuevamente las cinco y el infierno en sus cabezas se apague o simplemente colapse con sus vidas.

martes, 28 de abril de 2009

El primer llanto

El viejo Iba llenando caja tras caja con silencio y viejos recuerdos. Desnudó cada muralla. Organizó una reunión social para los muebles de la casa y los cubrió a todos con una sola mortaja blanca. Sin mayor cuidado, fue desgajando librero tras librero y todos los libros de una vida quedaron sepultados en viejas maletas sin remitente. ¿Todos? No. Dos rebeldes, escondidos en el clóset, cruzaban sus solapas rogando al cielo por un golpe de suerte, un descuido fugaz que los salvara de lo inminente. En un acto de imprudencia, el menor de los dos se puso en puntas de página y miró al viejo entre las rendijas. El mayor lo imitó sin vacilar. Segundos más tarde, Camus y Kafka derramaron sus primeras lágrimas, y conmovidos por la expresión de un rostro humano, se entregaron al viejo sin caer en palabrerías existenciales.


sábado, 25 de abril de 2009

Bosques circulares

(De querer leerlo, hacer doble click en la imagen)

sábado, 7 de marzo de 2009

Tibia admiración


Mi viejo tocadiscos comienza a dar vueltas lentamente. El vinilo encierra una voz y tras un comienzo dubitativo, alcanza las anheladas revoluciones y al fin libera aquella voz que tanto quería escuchar. Aquella voz suave y amarga, como el mate, aquella letra enorme y descarada, como el clamor de una nación herida, aquella guitarra compañera y sin duda, lejana de los viejos conservatorios de música. Esto es música libre, no música docta ni académica. Suena Víctor Jara.Un aroma amargo y tibio escapa cual voz encerrada en la bárbara caldera de mi mate. El aroma (quizás como la voz) escapa del cuerpo y busca alcanzar su pequeño destino olfativo y aferrarse al extenso territorio del recuerdo humano. A cada segundo que pasa, el aroma (y la voz que grita) se diluye y roza la eterna extinción, se acerca al absurdo e irremediable futuro. Pero vale la pena el riesgo, más vale morir de pie que vivir de rodillas, como dijera algún iluminado. El aroma espera y desespera hasta que al fin alcanza mi nariz (y aquel grito, oh, mi recuerdo), me acaricia, me envuelve y me seda. Se ha salvado. Yo al fin devuelvo aquel aroma a su frágil y efímera existencia en un soñoliento bostezo, como en un homenaje a un héroe de guerra. Está bueno el mate pero esta chupada me sabe a sangre.He repetido este pequeño rito de vida, muerte y exhumación varias veces esta tarde. Esta suave tarde de septiembre, tan inocente y clara que se ve desde aquí, bajo los parronales. La brisa ocupa su territorio y alivia la pesada atmósfera que me atosiga, pero hace días que no hay volantines en los cielos. Apenas hay aves jugueteando. Algo sucede. De cuando en cuando un estallido irrumpe la paz de la tarde. De cuando en cuando, una ráfaga, una balacera colapsa el silencio como un movimiento terrible de orquesta sinfónica. Y a estas irreverentes interrupciones no le sigue el delicado aroma de la yerba mate, sino el aroma cobarde de la pólvora, que corre y escapa. Se diluye, se oculta.De nuevo, la brisa, libera la atmósfera del pesado olor del plomo, pero es ineficaz en cuanto a liberar mi conciencia, mi corazón de mi pasado y mi futuro. No hay nada que hacer la verdad. Solo esperar y dejar que el reloj recorte estos días horribles. Y Jara que apela desde el tocadiscos, busca una sonrisa cómplice, y me dice que vuelan mariposas, cantan grillos, la piel se le pone negra, y el sol brilla, brilla y brilla, el sudor le hace surcos, él hace surcos a la tierra sin parar. ¡Cómo podría negarle una sonrisa a ese hombre, aunque poca es la complicidad que yo puedo ofrecerle ya!
Esta mañana lo vi. Entre aquella multitud, protagonista de un oscuro soliloquio. El Príncipe lo quería ver de nuevo, quería humillarlo, recordarle su inevitable fracaso. El Príncipe me ordenó que lo buscara y que se lo llevara a las graderías de arriba. Como él decía, quería recordarle a ese hijo de perra marxista, a ese asqueroso cantor de pura mierda, qué es lo que pasa cuando no se le responde a un oficial del ejército lo que esta preguntando. ¡Como si no lo hubiese dejado bien claro ayer! El Príncipe entonces caminaba y analizaba cuidadosamente la eterna fila de reos. Eran cientos, tal vez miles. De pronto se detuvo y miró fijamente a ese Jara. Yo pude apreciar la paz y la energía que irradiaban esos ojos magullados, ese jaguar herido. Me imagino que el Príncipe apreció lo mismo. “¿A quién mierda creí que mirai así, comunista conchetumadre? Jara no contestó. ¿No te vai a dignar a responderme, terrorista analfabeto? ¿Ah?”. Jara, analfabeto, Jara el poeta, Jara el director de teatro, el músico, analfabeto. Jara no le respondió, mas endureció la sien y lo apuñaló con la mirada. De un culatazo el Príncipe lo derribó. Comenzó a patearlo en el suelo, la pateaba la cara con sus pesadas botas, frente a todos los presos, frente a niños, mujeres, frente a sus compañeros. Aún está fresco el sonido de esos golpes. Sentí asco de mi superior al ver el odio que le sangraba por los ojos, mientras hundía su dura autoridad sobre el cuerpo indefenso de Víctor Jara. Cuando al fin se cansó de golpearlo, Jara tenía la cara roja de sangre, la boca rota, y su mirada buscaba la altura desde una cruel losa que difería del infierno sólo en la temperatura de la calefacción. Esta era una condena helada. El Príncipe le decía:”Eso te pasa por equivocarte de ideología, hijo de la puta comunista que te parió. ¡Voy a buscar a esa puta de mierda y la voy a hacer chillar de dolor mientras me la culeo frente a tus ojos sucios, tus ojos asquerosos!”. El Príncipe le dio por última vez con la culata en las costillas y partió mientras jadeaba.Si bien la paliza que presencié ayer escapaba groseramente de los límites de lo aceptable en cuanto al trato con los prisioneros, tuve que partir a buscar a este pobre hombre. Es una lástima que los patrones de humanidad y comportamiento honorable ampliamente divulgados en años pasados se hubiesen aferrado a las aulas de la academia militar y decidieran no salir jamás de allí, a la práctica, para enternecer un poco estos corazones forjados en acero.Cuando me acerqué a su sector, en la galería sur del Estadio Chile, noté inmediatamente que sus amigos intentaban esconderlo. ¡Cómo hubiera deseado no encontrarlo a él! ¡Cómo desearía no encontrarlo a él, y alejarme desentendido! Pero no, ahí estaba, detrás de unos cinco hombres que me miraban aterrorizados. ¡Cómo desearía no haber escuchado en mi cabeza el rigor de mi juramento militar! Nos miramos a los ojos y lo miré con infinito respeto. Jara me comprendió y se separó de la multitud. Mientras caminábamos, tomé un pequeño riesgo y le dije en voz alta que luego le llevaría algo para comer y lo lavaría dentro de lo posible. Después mantuvimos silencio, pero la conversación no cesó. Con la voz calla de mi semblante le confesé el asco con el que había tenido que acatar órdenes estos últimos días. Le conté cómo me habían engañado. Le supliqué que me perdonase, le grité en silencio, casi llorando que yo no tuve otra opción de surgir que meterme al entonces honorable Ejército de Chile. ¡Viva Chile mierda! ¡Mi querido país que jura velar por las noches a sus hijos pero le llena la mente de pesadillas a un estadio entero! ¡Y como si no le bastara con llenar de pesadillas y terror el sueño de sus ciudadanos, ahora decidía extrapolar esta singular política a la vida de los despiertos!Juro que vi en sus ojos casi reventados un asomo de complicidad, de precautoria amnistía. Indulto.Caminamos. Yo iba tras él y miraba sus manos atadas en su espalda. Esas manos que conservaban la herencia de cuanta generación que no hizo otra cosa que cavar surcos en la tierra. Manos que habían transformado en poesía y mensaje todo un sentir popular. Yo miraba cómo se balanceaban sus manos atadas, como un péndulo que espera un golpe seco, como la corteza que espera el áspero abrazo del hacha. Dos compañeros vieron que me acercaba con el cantor Víctor Jara y vinieron a apresarlo entre sus cuerpos. Uno le pegó muy fuerte con la mano en la nuca. El otro lo escupió en toda la cara. “Mira quién llegó, el preso más famoso de todo el Estadio Chile. ¿No cree que se merece un trato especial el huevoncito? Ya va a ver don cantor lo que le espera.” El rostro de Jara permanecía inconmovible, sin reacción alguna ante los oscuros pronósticos que aventuraban los grises pilares de ese infierno.Entramos en el cuartel del Príncipe. Tomaron a Víctor, lo desataron y lo sentaron en el escritorio. “Ya Víctor, cántanos una romántica balada y si quieres me puedes dar un besito en la mejilla también. Ya Victor, ¿qué te pasa? ¿Por qué no respondes? ¿No fui lo suficientemente claro ayer Víctor? ¿¿No fui lo suficientemente claro huailón marxista de la misma mierda?? El príncipe le dio una fuerte bofetada a Jara y le tomó las muñecas. Rojas, átale las manos. Quedé paralizado. ¡Ya pues Rojas carajo!¡Átele las manos antes de que oscurezca, pendejo inútil! No podía perdonarme esto, estaba amarrándole las manos a Víctor Jara. Mientras lo hacía y me odiaba y juraba que no me perdonaría nunca, pedí a Dios que no me hiciera participar de esto, que no podría, ¡Señor ayúdame! ¡No me metas en esto Diosito! El Príncipe miraba a Jara con la cara de un perro rabioso. Se le agudizaba su desagradable mueca de poder con cada grito. No podía ser que ese ser repulsivo haya sido un niño indefenso alguna vez. Alguna vez fue una criatura de pecho. ¡Probablemente hizo la primera comunión y míralo ahora! ¡Qué hijo de puta!¡Qué hijo de la grandísima puta!El Príncipe dio el primer culatazo en los dedos de Jara, y un grito de dolor retumbó en todo el estadio, un grito desgarrador que me derribó con su poderosa onda expansiva. El Príncipe golpeó de nuevo y no paró de golpear las manos de Víctor durante varios minutos. El Príncipe le devoraba las manos a culatazos y parecía que no se detendría hasta acabar con su tiránico plato de comida. No hablaba al comer. De vez en cuando daba un respiro y miraba a Jara, quien tenía la cara desfigurada por el dolor y sollozaba.Esto no era un interrogatorio. El Príncipe no esperaba que respuesta alguna saliera de la boca de Víctor. No, esto era odio puro, odio contra el pueblo reunido en una persona. Un rito de ultraviolencia con un único fin a la vista.De nuevo gritos y más gritos y el Príncipe que reía a carcajadas y gritaba: “A que no vas a poder tocar guitarra después de esto guapito. Conchetumadre guapito, ¡cómo deben dolerte las manos!” Seguía golpeando y golpeando, Ya no quedaba mucho de la forma de las manos, más bien eran masas de piel amoratada, pálidos huesos a la vista, sangre vencida. Los ojos de Jara en blanco y el labio que le tirita, otro golpe y otro golpe. Qué diría la madre del Príncipe al ver como el pequeño niño de su vientre gozaba y lloraba de felicidad e ira al destrozar a culatazos las manos del mayor cantautor que haya engendrado este país. ¡Que lindo el pibe, que crecidito está! Mira como juega a la tortura y a la muerte, si solamente ayer meaba la cama todas las noches. Por instantes Jara parecía inconciente pero era simplemente incapaz de evadir la realidad. Era incapaz de caer en la inconciencia, en la muerte que le ofreciera algún tipo de sueño. Algún anestésico. Él simplemente estaba ahí, solo, en la oficina del Príncipe, mientras le mutilaban lentamente las manos, solo él y una decena de militares de su país que quizás cuantas veces corearon la Plegaria para un labrador. Hermanos de patria. ¡Viva Chile Mierda! El Príncipe se levantó y fue detrás de la silla de Jara. Le pegó en la cara, le metió los dedos a los ojos. No había límites, no para el Príncipe, el dóberman del Estado, él no conocía fronteras a la hora de tratar con la escoria marxista, amaba servir a su país. Continuaba la barbarie. El Príncipe hizo un gesto con la mano. Un cabo raso le metió la mano en la boca a Jara, buscaba su lengua. Jara lo mordía y lo mordía pero al final la firme mano de mi compañero pudo más y logró capturar a la esquiva lengua del genio. Le brillaron los ojos al Príncipe. “¿Te gusta como cantas Jarita? ¿A la puta de tu madre le gusta como cantas? Déjame decirte una cosa Jarita, odio cómo tocas la guitarra, pero tu voz…¿¿acaso nadie te enseñó a cantar otra cosa que no fueran poemas de puras mierda?? ¡Te faltan huevos como los que tengo yo, comunacho de la puta que te parió!”El príncipe desenvainó el corvo. Mi Dios no puedes permitir esto, apiádate de Víctor, ¡¡mi Dios has un milagro mi Dios!! Los ojos de Jara se perdieron y al fin cayó inconciente cuando el corvo del Príncipe de deslizó cortando los primeros filamentos de la lengua del genio. La sangre manaba descontrolada de su boca así como la risa de la boca del Príncipe. Hasta el más cruel de mis compañeros rasos enmudeció mientras el Príncipe jugaba con la lengua de Jara en el escritorio. “Oiga Jarita, si me pongo su lengua voy a cantar igual de lindo que uste’ pue? ¿Me voy a transformar en un cerdo comunista? Le dio un golpe con la culata y Víctor se desplomó de su silla, sobre el suelo ensangrentado. El Príncipe se limpió la sangre de las manos con un pañuelo, se puso de pie y ordenó su uniforme. “Muchachos, dejemos a este pobre hombre solo un rato, necesita descansar” -dijo el Príncipe en una burla a la vida sin nombre, un arrebato de la más cínica humanidad que pueda expresarse. Todos dejamos el cuartel, el Príncipe a la cabeza. ¡Cómo le pondría un balazo en la nuca a este cerdo asqueroso! ¡Cómo le molería a culatazos esos huevos de los que tanto habla el canalla!
Un aroma amargo y tibio escapa como una voz encerrada en la bárbara caldera de mi mate. El aroma (quizás como la voz) escapa del cuerpo y busca alcanzar su pequeño destino olfativo y aferrarse al extenso territorio del recuerdo humano. A cada segundo que pasa, el aroma (y la voz que grita) se diluye y roza la eterna extinción, se acerca al absurdo e irremediable futuro. Pero vale la pena el riesgo, más vale morir de pie que vivir de rodillas, como dijera algún iluminado. El aroma desespera y desespera hasta que al fin alcanza mi nariz (y aquel grito, oh, mi recuerdo), me acaricia, me envuelve y me seda. Se ha salvado. Pero no Víctor, no se salvaron esas manos, no se salvó esa voz, no se salvó esa vida del garrote del Gigante. Cayó el jaguar herido y esta vez yo no puedo devolver aquel grito a la garganta que fuera desgarrada cien veces por la vida antes que por los militares.Se me acaba el agua caliente, la yerba ya está algo lavada. El aroma amargo del mate todavía no se diluye por completo, sus gritos tampoco. Nunca lo harán.Poco es lo que recorta el reloj a estos días horribles. Aún suena y clama, Jara mártir, Jara grabado en un vinilo, que no es guitarra de ricos, ni cosa que se parezca, mi canto es de los andamios para alcanzar las estrellas.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Algo así como el fin

La cierto es que ya no hay verdad,
Ya no la hay pura ni alba ni oscura...
En realidad, las mentiras cuelgan como ropa sucia,
Y las mandamos a la tintorería de haber tiempo.
Contempla las nuevas mentiras al amanecer.

Tú sabes que sólo podemos contar las estrellas que titilan desde el suelo,
¿Acaso la ciudad furiosa se ha convertido en nuestro único cielo?
¿Acaso Dios ocupa una silla hecha en China,
y vela entre nosotros por una nueva humanidad que no fue tan tonta como para perder el paraíso?
Da igual,
Si al final las luces se apagan porque suben las cuentas.
Y hay menos plata para pagarles a las putas,
Y a los mandatarios de las altas cumbres,
Y a los artesanos que fabrican suntuosos regalos para mandatarios,
Y baratijas autóctonas para que los turistas alemanes les saquen una foto y se lleven una postal de la patagonia.
Y no alcanza la plata para botar el Nacional y hacerlo de nuevo,
Habrá que conformarse,
Con un baño para señoritas y que el resto mee donde le quepa su hombría.
Y si hay menos plata para pagarles a las putas,
Para cuando estas regresen a sus hogares y se vistan de madres cariñosas,
Habrá gritos de hambre y femicidas infantiles enfurecidos,
Y los diarios se llenarán de titulares repetidos,
Y el femicidio dejará de ser la novedad para esta Navidad,
Será algo así como el fin de la profesión más antigua de la historia.
Rodará la cabeza de algún edil que haya planteado la idea de cerrar las puertas de su comuna,
A las santas madres abnegadas y sacrificadas que han perdido la vida,
Luchando codo a codo contra la desigualdad y la falta de oportunidades.
Será entonces cuando estos últimos dos versos saldrán de los labios
Del candidato populista de turno,
Quien me acusará de plagio intelectual,
Y tendré que terminar mis versos secándome en la cárcel,
Y se me habrá acabado la vida,
Y no habré contado nunca hasta el mil trescientos,
Y no me habré atrevido a robarle un beso a esa mina en esa micro aquella vez,
Y no le habré cambiado nunca los pañales a mis nietos,
Ni a mis hijos ni a mis hermanos,
Ni a mis padres ni a mis abuelos,
Y tú sabes que da igual,
Si al final las luces se apagarán porque subió la cuenta de la luz.


(Y no podremos siquiera contar las estrellas que titilan desde el suelo).

domingo, 28 de septiembre de 2008

Teper dono

Te quiero perdonar…

Por acercarte a conocerme con las peores intenciones.

(¿Era un bar de Suecia?)

Te quiero perdonar,

Por drogarme sin previo aviso,

Entretenerme un rato,

Hasta que mi conciencia se transformara,

En la de un chimpancé ebrio,

Y mi recuerdo en un vacío rotundo.

Te perdono (en serio),

Su bien me desperté al otro día

Desnudo en una plaza anónima,

De una ciudad anónima,

Sin llaves, sin billetera, sin auto, sin memoria,

Con un chichón en el ojo

Y una herida cortopunzante en una nalga.

Y te perdono por la pulmonía que me agarré…

Te perdono,

Y sólo te pido que estés conmigo,

Incluso podría tranzar con uno que otro de tus vicios oscuros.

Te perdono todo,

Porque eres la persona más importante de mi vida.

sábado, 10 de mayo de 2008

¿Paremos?

No dijo nada más. Ni nada menos. ¿Paremos? Fue la sutil sugerencia que fría y descarnadamente venía a destruir mis anhelos más fútiles, o quizás los más trascendentes, quién podría decirlo la verdad. ¿Paremos? Sólo le bastarían siete condenadas letras, un resoplido, una señal con las manos para eliminarme de su vida. ¿Paremos? Y ella tan cómoda en la desvinculación que esto trae como consecuencia. Ella seguiría en lo suyo, bailaría con muchos otros hombres probablemente menos patéticos y desesperados que yo, pero mi realidad sería sustancialmente distinta. Deambularía como una abeja ciega de flor en flor, buscando el polen sin demasiado éxito. No lo entiendo, puede ser que mis brazos y piernas no se muevan en el ritmo preciso de la canción, puede ser que mi conversación con su suave y perfumado oído derecho no sea la más divertida o la más provocadora, pero ¿cómo puede ella estar segura de que no soy yo esa persona que la querría como nadie más puede quererla? Nadie amaría su baile como yo, nadie amaría su compañía como yo, nadie amaría hablarle suavemente al oído como yo. Con su ¿paremos? , me envía impostergablemente de vuelta al mundo egoísta que me reclama en calidad de pertenencia prescindible. No sé para qué, pero igualmente me reclama, como un niño aburrido que ve jugar a su hermano con un autito de madera que le pertenece y reclama su pertenencia, aún disponiendo de todo un baúl de juguetes fabulosos para jugar. ¿Paremos? Y la fantasía de su sexo se viene abajo, todo el deseo de la noche (quizás hasta de la vida) se frena en un golpe seco de realidad. Porque al querer parar ella no me está diciendo que está cansada o que le duelen los pies por haber bailado toda la noche con tacos. Realmente no la noto demasiado cansada y ni siquiera está usando tacos. No soy tan estúpido. No. Ella, haciendo uso de esta pregunta como un suave anestésico, me dice que no valgo la pena, que bailó conmigo motivada por una lástima absolutamente humana, que en todo caso ya se acabó y no habrá más solidaridad conmigo esta noche. No de su parte al menos. De todas formas, lo que más me perturba de todo esto es que ella me plantee su deseo de suprimir mi existencia en forma de una pregunta a la cual le pueden seguir básicamente dos respuestas, como una sugerencia a la que puedo hacer caso o derechamente desechar. Aunque para sus fines sólo le sirve mi confirmación, mi consentimiento, y yo soy un ser libre en la teoría y podría perfectamente negarme a dejar de bailar, ella sabe que como todo animal con la moral herida, yo nunca pronunciaré otra cosa sino la confirmación de mi mediocridad, de mi futuro inestable y solitario. Paremos. Eso es lo que debería decir sin más rodeos, ¿o no? Para poner fin a estas reflexiones agónicas, a este espacio definidamente tenso que existe entre mis ojos y los suyos, entre boca y boca. Paremos. No. Había que inventar un buen final, un beso, por canalla, por cruel y preciosa. Un beso eterno que no duraría más que el segundo que ella se demorara en reaccionar y regalarme una cachetada geométrica y precisa en la mejilla que siempre acerqué a su oído perfumado para justificar con alguna anécdota fuera de lugar el hecho de que siguiera bailando con ella. Mi mejilla que había tomado su olor fresco, y que ahora me daría otra deliciosa razón para recordarla por un tiempo. Y creo que ya olvidé cuanto tiempo hace que me preguntó si quería que dejáramos de bailar y me parece mucho mejor así, que sienta un poco de ansiedad, aunque sea producto de esta situación tan desfavorable para mí. ¿Paremos? ¿Paremos? Suena como un puñal que se hunde suave en mi pecho. ¿Paremos? Si quiere que pare ella, porque yo no tengo interés alguno de parar. Nunca voy a parar. ¿Para qué voy a parar de bailar? Para volver al destierro. Para firmar la sentencia. ¿Paremos? Cuando me mira temblando y me pregunta porqué le he dicho todo esto al oído.

lunes, 24 de marzo de 2008

Aprendizaje

Cabros, le vuelvo a dar un poco de vida a mi blog con este modesto poema matemático.

Cálculo I: 1+1=1 (Los dos juntos existimos como uno)


Cálculo II: 2-1=0 (Sin ti yo no existo)


Cálculo III: 1+1=√-1 (El amor es algo imaginario)


jueves, 22 de noviembre de 2007

Vocación Social

Amigos, les dejo esta pelá de cable. Un homenaje a los nunca bien ponderados escaladores. No se la tomen muy enserio...

Un necroictiófilo recién llegado del viejo continente, muy ofuscado, se empeña en encontrar a alguna persona a costa de la cual saciar sus deseos filantrópicos. No es que aquella persona deba cumplir rigurosamente un atado de normas y condiciones para que el necroictiófilo pueda llevar a cabo su solidaria misión, simplemente sucede que nuestro amigo el necroictiófilo no está en su día, no encuentra la inspiración, y si bien percibe el tránsito de cientos de peatones que pasan por la esquina de Lyon con Providencia, no alcanza a percatarse de que podrían ser potencialmente la solución, la respuesta que entibiara sus anhelos de humanidad. Vencido, el necroictiófilo se retira y desaparece entre multitud de maletines, celulares y diarios de la tarde. No se sabe nada de él por espacio de cuatro o cinco días.
El necroictiófilo regresa a la esquina de Lyon con Providencia, esta vez convencido de que en el esfuerzo y la perseverancia yace camuflada la tranquilidad de sus anhelos. El cambio de mentalidad de nuestro amigo el necroictiófilo consigue rápidos dividendos y en cosa de veinte minutos, el necroictiófilo paga la micro de dos estudiantes, una pareja de dudosa sexualidad y siete oficinistas de baja jerarquía. En las siguientes dos horas, nuestro amigo el necroictiófilo ayuda a tres ancianas y dos ciegos a cruzar la ajetreada y ancha Providencia; previene a un grupo de vendedores ambulantes de libros pirateados de la llegada inminente de funcionarios fiscalizadores; impide el asalto a una joven actriz teatral y haciendo gala de sus dotes atléticos, taclea a otro lanza que corre a toda velocidad con la cartera de una dama ya entrada en años bajo el brazo. El necroictiófilo declara en la fiscalía tercera de Ñuñoa a favor de un electricista que mató a cinco perros vagabundos en defensa personal. También declara en la Sociedad Protectora de Animales como testigo en contra de una niña que tras una pataleta, ha dejado tuertos a dos mandriles en el zoológico metropolitano.
Exhausto e inmensamente feliz, nuestro amigo el necroictiófilo se retira y desaparece entre multitud de maletines, celulares y bocas abiertas.
Nuestro amigo el necroictiófilo regresa a "la oficina" con las primeras luces del día y al final de la mañana ha llenado tres bolsas y fracción de colillas de cigarro. Por la tarde, luego de llevar al hospital a una adolescente con crisis de pánico y a un comerciante que cayó en shock por razones desconocidas, decide tomarse un descanso de seis minutos y medio para cavilar y filosofar sobre su futuro. Se le ocurre que su servicio social evolucionaría a un nuevo nivel de humanidad si pasara las noches recorriendo las calles de Providencia y Bellavista ayudando a jóvenes borrachos que evidencien algún grado de desorientación, a llegar sanos y salvos a sus casas. Una noche, en plena faena de rescate, recibe una golpiza por parte de un grupo de vendedores ambulantes de rasgos antisemitas.
Una semana después, nuestro buen amigo el necroictiófilo ha entablado graciosas amistades con tres carabineros de la séptima comisaría de Providencia, un comerciante de papayas y un centenar de jóvenes que le han prometido suculentos regalos en dinero y ropa (y ha hecho encarcelar a por lo menos cuatro vendedores ambulantes de especies robadas o falsificadas).
Nuestro amigo el necroictiófilo, hace buenas migas con el alcalde, quién le ofrece un puesto en la Corporación Pro-Videncia, una entidad que busca desarrollar la vida cultural y deportiva de la comuna, y a su vez, alejar a los jóvenes de las drogas y la delincuencia y brindarles apoyo sicológico y asesoría laboral.
Se dispone a dirigir un club deportivo enfocado a jóvenes deportistas con paranoia y/o trastornos maniacos depresivos, en sus divisiones de fútbol y fábrica artesanal de cerveza (si bien nuestro amigo el necroictiófilo se pregunta qué es lo que tiene esta última actividad de deportiva). El éxito de sus dirigidos en la liga de fútbol especial del sector oriente de la región metropolitana, y el estrepitoso fracaso de sus cervezas artesanales en el cuarto festival de la cerveza especial de Villa Alemana, más su incansable voluntad de mejorar la calidad de vida de las personas -ya no de esta comuna de la capital, sino de fronteras más ambiciosas- (y el renombre que dos meses de servicio social pueden lograr), lo llevan a dirigir un emergente conjunto de fútbol de la tercera división.
El trabajo con su equipo rinde frutos, pero es extenuante, y nuestro queridísimo amigo el necroictiófilo está muy cansado de los largos periplos nocturnos, por lo que decide renunciar a su labor solidaria en las calles de Providencia y Bellavista por las noches (además, en su opinión, los jóvenes han madurado mucho en este tiempo, fruto de las charlas y consejos que les ha brindado, y no cree probable que estos vuelvan a beber alcohol en exceso).
Luego de reponerse de una pequeña crisis vocacional quizás provocada por la caída de su equipo en los cuartos de final del campeonato o por el incremento en las tasas de delincuencia en las comunas de Providencia y Recoleta, nuestro querido amigo el necroictiófilo se convence de que en la perseverancia y la resiliencia yace camuflada la trascendencia y la inmortalidad, y decide que quiere ganar la Copa Libertadores. Con este nuevo determinismo, y la loable manera en que logra traspasar éste al rendimiento de su equipo (ya ascendido a primera división), se le ofrece un contrato por cuatro años como director técnico de la Selección Nacional de fútbol. Él acepta, bajo la condición de que se le permita llenar al menos doce bolsas de colillas de cigarros por mes.
Nuestro querido amigo el necroictiófilo clasifica a Chile al Mundial de Sudáfrica, lo gana y se le ofrece la nacionalidad por gracia. Comienza una brillante carrera política, es elegido presidente y logra el desarrollo para Chile en el año 2018, que según él, es la verdadera fecha en la que se cumple el bicentenario de la independencia; por el contrario, habría obrado de otra forma a lo largo de su vida para alcanzar el desarrollo de Chile en el 2010. Podría haber adelantado su establecimiento en Chile o incluso podría haber adelantado la fecha de su nacimiento en las lejanas tierras visigodas.
Nuestro presidente el Necroictiófilo, luego de una serie de coimas escandalosas a gran parte del Senado, cambia en forma radical la constitución y se atribuye poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, los que más tarde evolucionarían en atributos divinos. Nuestra Alteza, el primer dios madurado en Chilito, promueve con alevosía la migración de cientos de colonias Necroictiófilas, para que colonicen las farmacias del país. Tras una cantidad considerable de medidas populistas, quizás respondiendo un poco a su viejo sueño filántropo, su Majestad el Necroictiófilo cierra las fronteras y pidiendo ayuda a la comunidad Necroictiófila asentada en Chile, comienza el holocausto más grande del que haya sido testigo el mundo moderno, asesinando a sangre fría a diez y ocho millones de chilenos, sólo dejando con vida a una minoría con fines administrativos, para puestos de baja jerarquía, o con la finalidad de utilizarlos como mano de obra en sus más diversas empresas; desde los fervorosos trabajadores que demanda la producción masificada de jabón y toda clase de productos cosméticos hechos a base de salmones y corvinas muertas, hasta los dedicados científicos que requiere su programa de manipulación genética en atunes de Isla de Pascua, con el fin de lograr la perfecta cruza entre la raza Necroictiófila y el desarrollado pez otrora enlatado.
El Emperador del Universo, nuestro querido amigo y colega de rasgos mesiánicos, el Gran Necroictiófilo del Tiempo y el Espacio decide que ha cumplido su misión, y se sienta en un escritorio enchapado en oro y pescados muertos. Escribe su biografía en dos páginas de literatura mediocre y desestilizada, y decide regresar al viejo continente, donde sus aventuras se mantienen en el top five de las listas más prestigiosas de Barcelona hasta el día de hoy.



Por si no lo saben, del latín, necro significa muerte, ictio significa pescado y filia, gusto o pasión.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La mejor juventud

"Ahora sólo podía esperar que se le pasara la resaca."


Como escapando del asedio de un demonio, a quién trataba de esquivar en convulsas piruetas sobre la almohada y la cama (gracias al cual podría decirse que el sueño fue en vano, intranquilo), abrió los ojos, inmersos en aquel caos de chaquetas, camisas, cuadernos, papeles, billeteras y difusos recuerdos conservados en alcohol. Dormía con ropa. Levantó la cabeza y el cuerpo brevemente, como para tantear tímido un campo minado, y en pocos segundos cayó ingrávido sobre la cama y la almohada. Aún estaba mareado, tragó saliva y casi vomitó del asco al sentir el dulzón saborcillo del ron impregnado a su garganta. En un esfuerzo titánico, se puso de pie de golpe, se aventuró hacia la puerta, se colgó de la manilla, y dejó la puerta abierta para ventilar la pieza (a su madre no le gustaba sentir el ácido olor a trago fermentando en ninguna habitación de la casa, es una casa decente). Decidió prolongar su odisea por el pasillo hacia el baño, hasta al espejo que le revelaría gentil su patética imagen. Se mojó la cara con ambas manos, tomó una aspirina y optó por volver a su malograda guarida cuanto antes. Pensó que ya no podría dormir, con la caña, el ruido de la casa y todo, y prefirió tocar algo de guitarra tapado por las sábanas hasta al pescuezo. A los pocos segundos, se arrepintió de haber tomado la guitarra, y prefirió mantenerla como un simple estorbo curvilíneo entre su cuerpo y la pared, cual si fuera esa deseada mujer que jamás había puesto un pie en aquella cama.
Lentamente la resaca florecía, interrumpiendo un par de cortos episodios de sueño liviano y percepción alterada, los que lo mareaban infinitamente. La resaca florecía ya no tan tímida, sino como brutal flor primaveral, reclamando su cuerpo, quizás aún su alma (pacto con el diablo)… primero su estómago en truenos y tifones, luego su esófago en oleadas de acidez, la garganta en cascadas de saliva que lo mantenían visitando el baño con urgencia a vomitar lo poco y nada que de la noche anterior aún se mantenía llenando su estómago, y la cabeza, clavándole cientos de agujas frías y largas en la frente, atravesando impávidas el cráneo, de un solo crujido las meninges y penetrando suaves la materia gris como si fuera mantequilla (el desayuno).
Sólo la inoportuna visita de una tía y su consiguiente saludo desde el pasillo a su lecho de muerte le recordaron que había olvidado cerrar la puerta, dejándolo en vitrina, como a un mono en una jaula (concurrido zoológico). Balbuceó unas palabras en respuesta y dobló con fuerza la almohada contra su cara, apaciguando en alguna medida el infierno que se vivía en su cabeza y su estómago vacío. Los ataques de vómitos aún persistían pero pasado el quinto o sexto de dichos ataques, comenzó a hacerles caso omiso y se contentaba simplemente con eructar esperando resignado que no escapara algún residuo rebelde de bilis por su boca cristalizada.
Seguía borracho, tenía que ir a misa, le gritó a su madre que no iría, que estaba cansado, buscó el sueño (o la inconciencia) durante algún rato más hasta que encontró media hora de tregua entre las doce y las doce y media.
El sueño (sí, soñaba) se mezclaba con las dudosas percepciones de unos ojos parcialmente cerrados, en un desenfrenado frenesí surrealista que terminó por asustarlo y echarlo a patadas de la cama hasta la ducha.
El asado transcurrió de manera casi normal con el detalle de que no probó bocado y fue blanco de las burlas de sus primos mayores y algunos sagaces primos menores durante gran parte de la celebración. A la hora de los postres recuperó algo de su apetito y se sirvió mucha fruta y helado de vainilla, con un cierto orgullo, sintiendo gota a gota ese pequeño atrevimiento bajar por su garganta (al fin no más ron) que calló (menos mal) el “te tomaste hasta el agua de los floreros” que se disponía a salir de la boca de un tío bueno para la talla.
Se despidió victorioso de todos y le dijo a sus padres que iría al cumpleaños de un amigo, sí, una completada en su casa, sí, los papás iban a estar (estoy cansado de que me traten como a un pendejo), no, no vuelvo hasta la noche.

Seis de la tarde y se destapaban botellas de cerveza brindando entre hot-dogs imaginarios y un asado de vidrio. Seis y cuarenta, nuevas botellas desfilaban, eso era el paraíso, demasiado tiempo alejado del cobijo que proporcionaba esa leve embriaguez, las carcajadas, los amigos, las bromas y las siete veinte y los discursos, los aplausos, se acabó la cerveza, no importa hagamos hora para abrir los destilados, y eso que todavía no empezaba la lluvia de declaraciones grandiosas, las revelaciones, uno que otro lloriqueo. Esos se escupían con dos piscolas encima.
Las nueve y cinco y hora demás para comenzar la parte interesante de todo este asunto, demostrar la hombría con el pasar victorioso de cada vaso, algunos “on the rocks” , otros apenas teñidos por cocacola, cada uno a su ritmo y las diez y un abrazo entre los cabros que los quiero tanto, el sonar de campanas de cristal y el vaso al piso, pero no importa queda un tercio de botella y sucumbió el primero que yace al fondo de la piscina (tranquilos, está vacía, suerte que no empieza aún la temporada estival, aunque un poco de agua amortigua bastante bien las caídas). No le pasó nada, sólo una rodilla pelada y le va a salir un chichón y parece que estoy soñando entre dos brazos de mujer y una percepción alterada, me marea hasta el infinito pero no importa, me dejo conducir, me obligan a vomitar, me causa gracia cómo la conciencia se aleja y no vomites la cama huevón por favor, si es un rato nomás, cuidado yo le pago al taxista, mañana arreglamos cuentas y fin de transmisiones.

Despertó intranquilo, le pesaba la conciencia y se le veía notoriamente sofocado por el frenesí (la embriaguez y los sueños en plena cópula), su mente en blanco, (la puerta cerrada) la guitarra contra la muralla sería la única mujer cercana a sus piernas por mucho tiempo más y el sabor dulzón del ron frente a los papás (¡y este olor a trago!) (¡Esta es una casa decente!) Te cachamos (es martes pos huevón). Castigado.