Puedo aseverar, sin caer en grandes y tortuosas cavilaciones, que una de las enormes tragedias del mundo adulto es sin duda, la pérdida o el olvido de la costumbre de columpiarse en las plazas, o bien en el jardín de algún buen amigo muy afortunado. Esto, por parecernos el columpiarse un acto decididamente inmaduro, un síntoma inequívoco de falta de pudor.
Un adulto promedio diría que subirse a un columpio en una plaza con más gente, estando ya creciditos, no es solo una escandalosa manera de llamar la atención de quienes le rodean sino que además, una efectivísima forma de hacerse en extremo vulnerables a las críticas y demases repudios que esta “sociedad que nos es ajena y distante” quiera ofrecerle a un miembro díscolo y prescindible.
Antes de que mi tesis sea alimento para toda clase de injurias y de barullos, permítame explicar cómo puede llegar a compartir usted mi férreo convencimiento.
Lo primero es salir de su casa, ojalá en solitario, o a lo sumo, con uno o dos amigos más (las plazas con más de tres columpios por lo general son escasas y se podrá entender que no quiero transformar este pequeño ejercicio en una intrincada pataleta).
Recorra o recorran (usted juzgará la conjugación que mejor se asemeje a su caso) las cuadras que sean necesarias para alcanzar la primera plaza donde sea posible columpiarse. De ser un grupo de avezados, es buena idea amenizar la caminata con una liviana conversación sobre las economías de la vida. Una vez alcanzado aquel infaltable maicillo casualmente disperso alrededor de los columpios, es prudente cerciorarse de que las cadenas que sostienen el asiento no se encuentren demasiado invadidas por alguna clase de polvillo anaranjado (lo que algún académico indicaría seguramente como óxido) y que en su ausencia, todavía el más lejano de los eslabones se encuentre convencido y bien sujeto de aquel gancho que se clava en lo altísimo del travesaño.
Ya superada la examinación técnica de este desafiante medio de transporte, es posible proceder a ocupar vuestro espacio sobre aquella –generalmente helada- superficie fabricada en madera, o bien, de un fierro pintado con una singular paleta de colores, la que cualquier experto en pintura solo aceptaría como legítima obligado por una nostalgia irremisible a sus días de niño.
Decídase a subir. Olvídese de lo ridículo que podría parecer un adulto sobre un columpio de talla infantil para esa gente de la plaza, quienes quizás podrían conocerle a usted o respetarle por su vasta trayectoria profesional o bien por su agradable vecindad burguesa. De ser este el caso, sírvase a caminar otras tantas cuadras hasta encontrar una plaza con columpios en un barrio donde su reputación no pudiera sufrir semejante jaque.
Ya sentado sobre el columpio, se hace preciso –para que pueda usted vencer la inercia inicial y comenzar a columpiarse- que dé dos o tres pasos hacia atrás, siempre (esto es importante) cuidando de permanecer sobre el asiento, y luego, en un acto de fe, doblar las rodillas hacia atrás y perder cualquier contacto de nuestro calzado con el suelo. Déjese caer. Se avanzará ahora en sentido contrario y con notable presteza, uno o dos metros desde la posición anterior, alcanzando un ángulo idénticamente opuesto al que mantenían las cadenas respecto al eje vertical. En ese momento preciso, no antes, no después, extiéndanse las piernas enérgicamente. Este movimiento le permitirá variar su centro de masa y con esto, generar un desplazamiento levemente mayor que el primero.
Repítase esta simple coreografía una y otra vez, pudiendo introducir ciertas variaciones – como doblar las piernas acentuadamente hacia atrás cuando se encuentre en la fase primitiva del movimiento– con el fin de acrecentar el efecto acelerador. Quizás sea este movimiento uno de los mayores culpables de que las personas renuncien a columpiarse una vez alcanzado cierto nivel de conciencia sobre sus actos.
Es muy importante que se cuide de no tocar en ningún momento el maicillo con la planta de los pies. Solo concéntrese en alcanzar altura y velocidad.
Cuando sospeche que es miedo el sentimiento que lo conmueve (bien camuflado, puede pasar por una simple risita nerviosa), detenga el rítmico baile que sostiene con sus piernas paralelas y déjese frenar por el simple roce de su cuerpo con el aire. Cuando se vaya acercando, como un péndulo cansado, al punto muerto de su trayectoria, que no se le olvide ahora sí rozar sus pies con el suelo, surcando hondas y emocionantes zanjas en el maicillo. Si no se está columpiando uno en solitario, es común competir para ver quién es el que logra erosionar las mayores variaciones topográficas en el terreno.
Ya detenido completamente, dispóngase a emprender un nuevo vuelo, esta vez sin los titubeos de la primera vez y con la energía y la determinación de quien sabe que ha dominado a una poderosa bestia.
Tome velocidad sin miedo. Juegue con la altura de su sombra y llénese de emoción cuando su mirada sobrepase por primera vez el travesaño del columpio. Concéntrese en su audacia y sea autocomplaciente por unos pocos minutos al día. Sí, es usted un héroe que se alza victorioso sobre aquella silla borracha. Que su entusiasmo se refleje en un balanceo cada vez más efusivo, que se vuelva este desafiante y tangencial para con las fuerzas gravitatorias y la prudencia de cualquier madre preocupada. Sienta y goce cómo por primera vez su trasero se separa infinitos centímetros del asiento y su cuerpo solo se mantiene en este planeta gracias a la firmeza con que sus manos se agazapan a la vida. Deje que esa avalancha vesubiana de hormigas se apodere de su estómago y que de ser un correcto hombre de escritorio, se transforme ahora en un visceral e indomable adicto a la adrenalina. Que el éxtasis que subyace en la repetición sistemática de estos vuelos mortales, que desde hace pocos segundos experimenta usted, lo sumerja en profundas y vitales reflexiones tales como "lo frágil y a la vez recilente que puede llegar a ser nuestro postergado niño interior".
Si por medio de la meditación, no logra usted alcanzar conclusiones de esta categoría, prepárese a cometer la más apasionante de las imprudencias de este deporte: relaje sus muñecas cristalizadas y suéltese en el momento justo. Dibujará usted una hermosa parábola (téngase cuidado de que esta se proyecte hacia delante y no hacia atrás) que concluirá, en la mayoría de los casos, con sus palmas incrustadas de decenas de molestas piedrecitas de maicillo, y un coraje adquirido a prueba de los mayores desafíos del futuro. Vuelva a iniciar todo el proceso descrito las veces que sean necesarias hasta que se convenza usted de que todavía es un niño cuando vea sus rodillas destrozadas por un rasmillón, sofocadas en aquel ardoroso polvo de maicillo, y no sea capaz de reprimir las ganas de invocar a su madre una vez más.
martes, 7 de julio de 2009
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3 comentarios:
Primero Tibia Admiración y ahora esto. Buenísimo. Hay un loable progreso, condecorado por un notable aplauso. Te mando un abrazo y algo de oxígeno para sobrellevar un día normal allá en las alturas.
Listo! ya hice todo lo que tu texto pedía. Lo bueno de haber trabajado como profesor en el Manquehue, es que ahora estoy protegido por mi armadura anti-ridículo.
Mientras me columpiaba, tuve una regresión al momento de mi niñez, y de manera inusitada, todo pareció cobrar un espeluznante sentido: Fue en esa época de mi intrincada infancia, donde comenzaron mis problemas, que tuvieron accidentadas consecuencias en mi vida adulta, como dificultad para expresar mis emociones, disfunción eréctil, complejo de inferioridad, temor a los hombres altos, zoofilia moderada, ente otras aberraciones.
¡Aaah, si tan solo hubiese estrellado más veces mis palmas contra el sádico maicillo, en mi tierna infancia!
PD: Ojalás que el taller funque pos
Cabezonius, la raja. Diría que "nada más que decir", pero sí hay más que decir. Me reí mucho, sobre todo mientras pensaba en ese "reciéncasadocondoshijosviviendoenladulcemonotoniadelmatrimonio" que busca su niñez porque la echa de menos. Pensaba que somos varios los posibles lectores de este cuento: un niño, que lo leerá y dirá que es estúpido que alguien explique cómo columpiarse. Un joven como tú y yo, que se ríe por lo irónico, pero que sabe que ya no es tan niño y que de alguna manera duele leer esto. Un adulto con alma de niño, que se lo mostrará a sus amigos para que sigan las instrucciones. Un adulto-adulto (esos son los más estúpidos) que dirá "qué estupidez", como el niño, pero sabiendo que le duele hasta lo más íntimo saber que no es estúpido, pero que hay que decir que lo es. Y finalmente, un adulto cualquiera, que, como Felipe, irá al columpio más cercano porque no sabe qué vergüenza es mayor: columpiarse o asumir que no se atreve.
Buenísimo cuento, perfecta ironía, preciso vocabulario... Una vez más, Felicitaciones.
PD: Do it taller 2010
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