Nadie conoce el día ni la hora de su llegada, pero ciertamente, la inspiración irrumpe como un flechazo envenenado y delicioso en el centro perplejo de los visitantes del mundo. De este modo ocurrió y ocurrirá siempre. De este modo se construyeron las torres que desafiaron los lindes del cielo. De este modo se ganaron las batallas más adversas que escribieran la historia de todos nosotros. De este modo se inspiraron ingenieros de estructuras y estrategias. De este modo y no de otro me sucedió a mí, cuando una bocanada de sueño me alcanzaba y demolía de un golpe la idea -ya borrosa- que sostenía de toda forma de vida sobre el escritorio.
La hora por entonces se escapaba groseramente de los márgenes de la media noche y el insomnio literario al final cedía los primeros palmos ante un trabajo estéril, acompasado por la luz cetrina que se escabullía de mi mezquina lámpara de estudio. Mi ensayo nocturno se proclamó vencido por las fuerzas de la naturaleza y dibujé una ostensible mancha de tinta sobre el cuaderno, el que horas atrás pretendí colmar con el jugo mismo de mi imaginación. La página en blanco (ya no impoluta) que se desplegaba frente a mí era la señal convenida: llegaba la anhelada paz y mis párpados tropezaban con la luz lentísima de la madrugada.
Entre las almohadas y las sábanas heladas me recriminé una última vez el no haber sido capaz de concebir un solo personaje, pero por más que el sueño me embriagaba crecientemente, no terminé de aceptar este fracaso como parte imprescindible del flujo natural de todo proceso creativo. Durante toda la noche me había sentido como un inválido, un inútil frente al vacío sustancial de mi creación. Este singular hecho, se me antojó semejante a mis primeras incursiones en debates con el sexo opuesto: mi mandíbula cuan desencajada como desencantada ante la verdad absoluta de mi incapacidad para prolongar una conversación más allá de los mínimos que exige la cortesía.
No supe qué decirle a mi futura obra, no supe cómo esbozar un simple borrador para las primeras líneas. Ni mencionar el desenlace de una historia que no fue, ni la esperanza o la algarabía de personajes que no existieron. Ni siquiera uno de ellos acudía en mi auxilio cuando una última bocanada de aire terminaba por asfixiar el insomnio que me había acompañado como un demonio fiel toda la noche. Fue entonces, cuando deambulaba errante a través de los empañados humedales del sueño, que apareció en la escena por primera vez: como una sombra apenas dibujada, apenas sugerente, que si bien apenas acreditaba los requisitos mínimos para trascender la barrera de los sueños, se grabó indeleble en la oscuridad de mi lecho.
Ahí estaba, altivo, insolente, casi traslúcido balanceándose suave sobre mi frente cansada, y sin lugar a dudas, como un obstáculo ineludible en el progreso de mi descanso. Toda la noche lo había invocado desde el insomnio sin éxito, a él, personaje escurridizo, a ella, inspiración impredecible, y ahora alzábanse burlones al alcance de mi reposo, dejándome muy en claro cuan insignificante fracción de los azares es la que en realidad depende de la voluntad y el esfuerzo de los hombres. Me reí de mí mismo.
Me incorporé y me instalé en mi despacho dispuesto a amanecer modelando a este ser maravilloso y vacío. La luz de la habitación se abalanzaba con escándalo sobre su silueta, eclipsándolo todo a su alrededor. El color de mi inmueble se opacó levemente. Al verme en el espejo que siempre vigiló mis decisiones estéticas, noté que la vida parecía evaporarse de mis ojos, lenta, espumosa, decidida, al tiempo que el garabato de luz que se levantaba frente a mí tomaba un color imposible.
Superada la impresión inicial que me provocó la parafernalia desplegada por mi personaje, me ungí en el humo sagrado de inspiración que manaba desde los vértices de mi pieza. En un segundo lo comprendí todo. La claridad y la lucidez son virtudes de penosa categoría si se las compara con
Lleno de esta renovada y deliciosa soberbia me dispuse a crear. Lo miré a él resplandecer a contraluz y sentí una suave oleada de succión sobre mi mirada. Encantado, di la pincelada inicial. Quise sentenciar de una vez su antropomorfismo, y él (me dio a entender que siempre fue él) cobró el brío de un gladiador furioso. Su rasgo se dibujó con firmeza en los pómulos y con sublime belleza en la mirada. Las delgadas líneas a sus costados se desplegaron con alboroto y se hincharon formando pesados y musculosos garrotes por brazos. Un proceso idéntico sucedió con cada una de sus extremidades, las que ahora formaban una constelación incandescente a escasísimos centímetros del escritorio. Lo imaginé calvo, lo imaginé dueño de una barba misteriosa, pero su rostro lampiño brilló con ímpetu renovado, y una melena plateada flameó con fuerza al ser alcanzada por una ráfaga extraviada de su aliento.
Intenté repetidas veces ejercer mi soberanía mediante órdenes y delineamientos literarios. Si alguno de mis mandatos cobró vida en la figura de mi personaje, debo reconocer que fue mera casualidad. Mi grandeza creadora se cambiaba poco a poco por sumisa y expectante invalidez, y recordé vívidamente cómo me había sentido toda la noche, azolado por las pampas del insomnio. Tuve miedo. De pronto, se erguía frente a mí un dios griego, desnudo y perfecto, rotundo. Me dio a entender con la mirada que buscaba a un súbdito. Quise dejar en claro quién era el súbdito en aquel escritorio de amanecida y él esclareció cualquier duda con una terrible bofetada sobre mi rostro incrédulo. Un calor insoportable quemó la mejilla que amortiguó el golpe y la luz que escapaba de sus ojos me dejó ciego. Mi triste figura se inclinó cada vez con más violencia sobre el clímax energético de este Ades, este Poseidón, este Zeus terrible y vengativo que despedía rayos de odio y lujuria desde mi despacho, entre mis cuadernos, a primera hora de la mañana.
Quise despertar. Debí despertar entonces, empapado de un sudor frío, suspirando los últimos retazos de un mal sueño. Correspondía que esta historia acabara con la noticia de que todo lo sucedido no había sido más que una pesadilla, producto de la extenuante noche en vela, del mate, de los cigarros, o de la funesta combinación de estos factores; incluso aceptaría un final que planteara la idea de que yo nunca hubiera sido un escritor, o que bien nunca hubiese aprendido a escribir, explicándose todo porque un hombre de las cavernas, un chamán, tuvo una visión del futuro, una revelación boreal. Pero hace largas horas que perdí las riendas de esta narración y heme ciego, encerrado en el diamante que corona a un dios que jura conquistar el infierno. Y ya no puedo contener el miedo.
lunes, 1 de marzo de 2010
Accidente laboral
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2 comentarios:
Fabio Neri dijo...
rusio, era lo que esperábamos. buenísimo sobre todo porque, a medida que se avanza en la lectura, se teje un sinfín de posibilidades que, a la larga, encausas de la mejor manera.
preferiría no extenderme más en el asunto considerando el hecho de que, sorpresivamente, algunas noches atrás, se metió en mi cama un griego fortachón pero insatisfecho.
Anónimo dijo...
Genial!!!
¿Cómo un quiltro como tú puede escribir algo tan fantástico?, pienso yo, tu abuelo.
Te felicito.
3 de noviembre de 2009 10:42 AM
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