domingo, 6 de septiembre de 2009

A modo de despedida



Siempre te esperé
Pero nunca te vi llegar.
Hasta que un día olvidaste tu camuflaje,
Te despojaste de tus secretos y de tu ropa,
Y pude verte brillar en mis ojos,
Acabados vigilantes del pasado,
Pude ver tu balanceo en mis pestañas,
Que por vez primera no fueron más centinelas,
Sino amantes de la noche.
Pude verte desnuda en el agua,
Nadando entre mis brazos,
Y tú feliz, yo feliz,
Los dos excelsos, desde siempre,
Como nunca

¡Cómo amaba conversar contigo!,
Tus palabras tenían todo el peso de la realidad,
Y la ligereza de un espíritu impoluto.
Tu voz tenía algo de musical,
No algo, sino todo.
A veces desafinabas, sí,
Pero precisamente eso es lo que más me conmueve hoy,
El error salía de tus labios con una sonrisa tan cierta,
Y no podía sino mirarte y entenderlo todo.

Intercambiamos besos por complicidad,
Discusiones por entrega,
Cambiamos miedos por consuelo,
Y sueños por realidad.
Hipotecamos la vida por un proyecto juntos,
Y formamos el único mercado de valores que alguna vez entendí.
Siempre como niños,
Que niños se querían.
Mirábamos el futuro de la mano,
De cara a un frío que no alcanzó nunca a helar.

Aprendimos que al final,
Los compañeros importan más que los caminos,
Que la filosofía es una ciencia coja en los dormitorios,
Que la vida se compone de recuerdos
Y que los recuerdos no se hacen de vacaciones.

Y a modo de despedida te regalo este epitafio,
Que confesé a una servilleta poco antes de conocerte:

Cuando fuimos jóvenes,
Nos reímos de la muerte,
Y cuando fuimos viejos,
Nos reímos de la vida.

domingo, 9 de agosto de 2009

Hora punta

Aquí les dejo un cuento (término más bien generoso) al estilo de santiagoen100palabras...

Y ahora todos se vuelven sobre mí, me interrogan, me acusan y me destierran con una sola mirada. Es como si algo les facilitara la adivinanza, la hiciera cosa obvia hasta para el más estúpido en esta lata de sardinas. Bien puede ser por la distancia violadora que me separa del resto. Mi aliento debe confesarlo todo, el ritmo de mis latidos debe hacer vibrar todo el vagón en sintonía con mi secreto. Y el sudor de mis manos solo es aceite que lubrica el desenlace inevitable. Oh, ¡qué desagrado! Si todos aquí tienen algo que esconder.


martes, 7 de julio de 2009

Para columpiarse y decir alguna grosería al caer

Puedo aseverar, sin caer en grandes y tortuosas cavilaciones, que una de las enormes tragedias del mundo adulto es sin duda, la pérdida o el olvido de la costumbre de columpiarse en las plazas, o bien en el jardín de algún buen amigo muy afortunado. Esto, por parecernos el columpiarse un acto decididamente inmaduro, un síntoma inequívoco de falta de pudor.
Un adulto promedio diría que subirse a un columpio en una plaza con más gente, estando ya creciditos, no es solo una escandalosa manera de llamar la atención de quienes le rodean sino que además, una efectivísima forma de hacerse en extremo vulnerables a las críticas y demases repudios que esta “sociedad que nos es ajena y distante” quiera ofrecerle a un miembro díscolo y prescindible.
Antes de que mi tesis sea alimento para toda clase de injurias y de barullos, permítame explicar cómo puede llegar a compartir usted mi férreo convencimiento.
Lo primero es salir de su casa, ojalá en solitario, o a lo sumo, con uno o dos amigos más (las plazas con más de tres columpios por lo general son escasas y se podrá entender que no quiero transformar este pequeño ejercicio en una intrincada pataleta).
Recorra o recorran (usted juzgará la conjugación que mejor se asemeje a su caso) las cuadras que sean necesarias para alcanzar la primera plaza donde sea posible columpiarse. De ser un grupo de avezados, es buena idea amenizar la caminata con una liviana conversación sobre las economías de la vida. Una vez alcanzado aquel infaltable maicillo casualmente disperso alrededor de los columpios, es prudente cerciorarse de que las cadenas que sostienen el asiento no se encuentren demasiado invadidas por alguna clase de polvillo anaranjado (lo que algún académico indicaría seguramente como óxido) y que en su ausencia, todavía el más lejano de los eslabones se encuentre convencido y bien sujeto de aquel gancho que se clava en lo altísimo del travesaño.
Ya superada la examinación técnica de este desafiante medio de transporte, es posible proceder a ocupar vuestro espacio sobre aquella –generalmente helada- superficie fabricada en madera, o bien, de un fierro pintado con una singular paleta de colores, la que cualquier experto en pintura solo aceptaría como legítima obligado por una nostalgia irremisible a sus días de niño.
Decídase a subir. Olvídese de lo ridículo que podría parecer un adulto sobre un columpio de talla infantil para esa gente de la plaza, quienes quizás podrían conocerle a usted o respetarle por su vasta trayectoria profesional o bien por su agradable vecindad burguesa. De ser este el caso, sírvase a caminar otras tantas cuadras hasta encontrar una plaza con columpios en un barrio donde su reputación no pudiera sufrir semejante jaque.
Ya sentado sobre el columpio, se hace preciso –para que pueda usted vencer la inercia inicial y comenzar a columpiarse- que dé dos o tres pasos hacia atrás, siempre (esto es importante) cuidando de permanecer sobre el asiento, y luego, en un acto de fe, doblar las rodillas hacia atrás y perder cualquier contacto de nuestro calzado con el suelo. Déjese caer. Se avanzará ahora en sentido contrario y con notable presteza, uno o dos metros desde la posición anterior, alcanzando un ángulo idénticamente opuesto al que mantenían las cadenas respecto al eje vertical. En ese momento preciso, no antes, no después, extiéndanse las piernas enérgicamente. Este movimiento le permitirá variar su centro de masa y con esto, generar un desplazamiento levemente mayor que el primero.
Repítase esta simple coreografía una y otra vez, pudiendo introducir ciertas variaciones – como doblar las piernas acentuadamente hacia atrás cuando se encuentre en la fase primitiva del movimiento– con el fin de acrecentar el efecto acelerador. Quizás sea este movimiento uno de los mayores culpables de que las personas renuncien a columpiarse una vez alcanzado cierto nivel de conciencia sobre sus actos.
Es muy importante que se cuide de no tocar en ningún momento el maicillo con la planta de los pies. Solo concéntrese en alcanzar altura y velocidad.
Cuando sospeche que es miedo el sentimiento que lo conmueve (bien camuflado, puede pasar por una simple risita nerviosa), detenga el rítmico baile que sostiene con sus piernas paralelas y déjese frenar por el simple roce de su cuerpo con el aire. Cuando se vaya acercando, como un péndulo cansado, al punto muerto de su trayectoria, que no se le olvide ahora sí rozar sus pies con el suelo, surcando hondas y emocionantes zanjas en el maicillo. Si no se está columpiando uno en solitario, es común competir para ver quién es el que logra erosionar las mayores variaciones topográficas en el terreno.
Ya detenido completamente, dispóngase a emprender un nuevo vuelo, esta vez sin los titubeos de la primera vez y con la energía y la determinación de quien sabe que ha dominado a una poderosa bestia.
Tome velocidad sin miedo. Juegue con la altura de su sombra y llénese de emoción cuando su mirada sobrepase por primera vez el travesaño del columpio. Concéntrese en su audacia y sea autocomplaciente por unos pocos minutos al día. Sí, es usted un héroe que se alza victorioso sobre aquella silla borracha. Que su entusiasmo se refleje en un balanceo cada vez más efusivo, que se vuelva este desafiante y tangencial para con las fuerzas gravitatorias y la prudencia de cualquier madre preocupada. Sienta y goce cómo por primera vez su trasero se separa infinitos centímetros del asiento y su cuerpo solo se mantiene en este planeta gracias a la firmeza con que sus manos se agazapan a la vida. Deje que esa avalancha vesubiana de hormigas se apodere de su estómago y que de ser un correcto hombre de escritorio, se transforme ahora en un visceral e indomable adicto a la adrenalina. Que el éxtasis que subyace en la repetición sistemática de estos vuelos mortales, que desde hace pocos segundos experimenta usted, lo sumerja en profundas y vitales reflexiones tales como "lo frágil y a la vez recilente que puede llegar a ser nuestro postergado niño interior".
Si por medio de la meditación, no logra usted alcanzar conclusiones de esta categoría, prepárese a cometer la más apasionante de las imprudencias de este deporte: relaje sus muñecas cristalizadas y suéltese en el momento justo. Dibujará usted una hermosa parábola (téngase cuidado de que esta se proyecte hacia delante y no hacia atrás) que concluirá, en la mayoría de los casos, con sus palmas incrustadas de decenas de molestas piedrecitas de maicillo, y un coraje adquirido a prueba de los mayores desafíos del futuro. Vuelva a iniciar todo el proceso descrito las veces que sean necesarias hasta que se convenza usted de que todavía es un niño cuando vea sus rodillas destrozadas por un rasmillón, sofocadas en aquel ardoroso polvo de maicillo, y no sea capaz de reprimir las ganas de invocar a su madre una vez más.

lunes, 18 de mayo de 2009

Guía para el turista

A partir de las cinco de la tarde, cuando la vida se reactiva tras la juerga de la madrugada pasada, será difícil ocultar el asombro al observar a los callejones mientras corren libres entre la luz de las pupilas y los aromas afrodisíacos que afloran a cada segundo para ajusticiar a cuanto amante torpe pusiera pie en la ciudad. Es cuando escapa el polvo que levantan los caminantes de sueños, polvo que normalmente alcanza las narices de todos los transeúntes sin lograr entrometerse en las vicisitudes de quienes han llenado sus minutos con frutos de la tierra y joviales noches de verano. Así transcurre la tarde en la ciudad: no habrá un solo reflejo, olor, sonido o roce que no se haga siervo de los hombres, y que no haga suya la búsqueda del placer de las personas.

Tras un breve diálogo con las sombras, el sol vaticina que ya es la hora de dormir y suele esconderse en vasijas que cuelgan desde cada viga del casco histórico, procurando siempre mantener el aire del lugar tibio y liviano, y dejando escapar un suave brillo en caso de que algún hombre descuidado hubiese extraviado algo más que su tiempo en aquella boca de perlas.

Ya en la noche, la vida se redirige a sus plazas de greda, desde donde se observa como en ningún otro lugar del mundo a aquella gloriosa galería de astros y espíritus que parecen inclinarse infinitamente, logrando el fascinante efecto de rozar con sus mejillas la copa de una selva que ha vendido su alma por clavarse en el corazón de aquellos muros sin memoria. A la luz de los luceros, los ciudadanos comienzan sus festejos y beben agua en enormes cantidades hasta que se confundan los sentidos y caigan de improviso borrachos sobre la acera. Ahí es cuando se escuchan fabulosas óperas de la boca de aves que solo migran cuando han agotado su repertorio de música docta y cuando su público es incapaz ya de dar un solo aplauso.

Pasan las horas, llega la mañana, llega el calor y se diluye la densa niebla que brotaba desde cientos de alientos inconcientes, y se podrá apreciar también cómo, tras un suave terremoto, la ciudad esboza un renacer y las aves y los hombres y todo el mundo marcha religiosamente a sus hamacas de lino, esperando a que den nuevamente las cinco y el infierno en sus cabezas se apague o simplemente colapse con sus vidas.

martes, 28 de abril de 2009

El primer llanto

El viejo Iba llenando caja tras caja con silencio y viejos recuerdos. Desnudó cada muralla. Organizó una reunión social para los muebles de la casa y los cubrió a todos con una sola mortaja blanca. Sin mayor cuidado, fue desgajando librero tras librero y todos los libros de una vida quedaron sepultados en viejas maletas sin remitente. ¿Todos? No. Dos rebeldes, escondidos en el clóset, cruzaban sus solapas rogando al cielo por un golpe de suerte, un descuido fugaz que los salvara de lo inminente. En un acto de imprudencia, el menor de los dos se puso en puntas de página y miró al viejo entre las rendijas. El mayor lo imitó sin vacilar. Segundos más tarde, Camus y Kafka derramaron sus primeras lágrimas, y conmovidos por la expresión de un rostro humano, se entregaron al viejo sin caer en palabrerías existenciales.


sábado, 25 de abril de 2009

Bosques circulares

(De querer leerlo, hacer doble click en la imagen)

sábado, 7 de marzo de 2009

Tibia admiración


Mi viejo tocadiscos comienza a dar vueltas lentamente. El vinilo encierra una voz y tras un comienzo dubitativo, alcanza las anheladas revoluciones y al fin libera aquella voz que tanto quería escuchar. Aquella voz suave y amarga, como el mate, aquella letra enorme y descarada, como el clamor de una nación herida, aquella guitarra compañera y sin duda, lejana de los viejos conservatorios de música. Esto es música libre, no música docta ni académica. Suena Víctor Jara.Un aroma amargo y tibio escapa cual voz encerrada en la bárbara caldera de mi mate. El aroma (quizás como la voz) escapa del cuerpo y busca alcanzar su pequeño destino olfativo y aferrarse al extenso territorio del recuerdo humano. A cada segundo que pasa, el aroma (y la voz que grita) se diluye y roza la eterna extinción, se acerca al absurdo e irremediable futuro. Pero vale la pena el riesgo, más vale morir de pie que vivir de rodillas, como dijera algún iluminado. El aroma espera y desespera hasta que al fin alcanza mi nariz (y aquel grito, oh, mi recuerdo), me acaricia, me envuelve y me seda. Se ha salvado. Yo al fin devuelvo aquel aroma a su frágil y efímera existencia en un soñoliento bostezo, como en un homenaje a un héroe de guerra. Está bueno el mate pero esta chupada me sabe a sangre.He repetido este pequeño rito de vida, muerte y exhumación varias veces esta tarde. Esta suave tarde de septiembre, tan inocente y clara que se ve desde aquí, bajo los parronales. La brisa ocupa su territorio y alivia la pesada atmósfera que me atosiga, pero hace días que no hay volantines en los cielos. Apenas hay aves jugueteando. Algo sucede. De cuando en cuando un estallido irrumpe la paz de la tarde. De cuando en cuando, una ráfaga, una balacera colapsa el silencio como un movimiento terrible de orquesta sinfónica. Y a estas irreverentes interrupciones no le sigue el delicado aroma de la yerba mate, sino el aroma cobarde de la pólvora, que corre y escapa. Se diluye, se oculta.De nuevo, la brisa, libera la atmósfera del pesado olor del plomo, pero es ineficaz en cuanto a liberar mi conciencia, mi corazón de mi pasado y mi futuro. No hay nada que hacer la verdad. Solo esperar y dejar que el reloj recorte estos días horribles. Y Jara que apela desde el tocadiscos, busca una sonrisa cómplice, y me dice que vuelan mariposas, cantan grillos, la piel se le pone negra, y el sol brilla, brilla y brilla, el sudor le hace surcos, él hace surcos a la tierra sin parar. ¡Cómo podría negarle una sonrisa a ese hombre, aunque poca es la complicidad que yo puedo ofrecerle ya!
Esta mañana lo vi. Entre aquella multitud, protagonista de un oscuro soliloquio. El Príncipe lo quería ver de nuevo, quería humillarlo, recordarle su inevitable fracaso. El Príncipe me ordenó que lo buscara y que se lo llevara a las graderías de arriba. Como él decía, quería recordarle a ese hijo de perra marxista, a ese asqueroso cantor de pura mierda, qué es lo que pasa cuando no se le responde a un oficial del ejército lo que esta preguntando. ¡Como si no lo hubiese dejado bien claro ayer! El Príncipe entonces caminaba y analizaba cuidadosamente la eterna fila de reos. Eran cientos, tal vez miles. De pronto se detuvo y miró fijamente a ese Jara. Yo pude apreciar la paz y la energía que irradiaban esos ojos magullados, ese jaguar herido. Me imagino que el Príncipe apreció lo mismo. “¿A quién mierda creí que mirai así, comunista conchetumadre? Jara no contestó. ¿No te vai a dignar a responderme, terrorista analfabeto? ¿Ah?”. Jara, analfabeto, Jara el poeta, Jara el director de teatro, el músico, analfabeto. Jara no le respondió, mas endureció la sien y lo apuñaló con la mirada. De un culatazo el Príncipe lo derribó. Comenzó a patearlo en el suelo, la pateaba la cara con sus pesadas botas, frente a todos los presos, frente a niños, mujeres, frente a sus compañeros. Aún está fresco el sonido de esos golpes. Sentí asco de mi superior al ver el odio que le sangraba por los ojos, mientras hundía su dura autoridad sobre el cuerpo indefenso de Víctor Jara. Cuando al fin se cansó de golpearlo, Jara tenía la cara roja de sangre, la boca rota, y su mirada buscaba la altura desde una cruel losa que difería del infierno sólo en la temperatura de la calefacción. Esta era una condena helada. El Príncipe le decía:”Eso te pasa por equivocarte de ideología, hijo de la puta comunista que te parió. ¡Voy a buscar a esa puta de mierda y la voy a hacer chillar de dolor mientras me la culeo frente a tus ojos sucios, tus ojos asquerosos!”. El Príncipe le dio por última vez con la culata en las costillas y partió mientras jadeaba.Si bien la paliza que presencié ayer escapaba groseramente de los límites de lo aceptable en cuanto al trato con los prisioneros, tuve que partir a buscar a este pobre hombre. Es una lástima que los patrones de humanidad y comportamiento honorable ampliamente divulgados en años pasados se hubiesen aferrado a las aulas de la academia militar y decidieran no salir jamás de allí, a la práctica, para enternecer un poco estos corazones forjados en acero.Cuando me acerqué a su sector, en la galería sur del Estadio Chile, noté inmediatamente que sus amigos intentaban esconderlo. ¡Cómo hubiera deseado no encontrarlo a él! ¡Cómo desearía no encontrarlo a él, y alejarme desentendido! Pero no, ahí estaba, detrás de unos cinco hombres que me miraban aterrorizados. ¡Cómo desearía no haber escuchado en mi cabeza el rigor de mi juramento militar! Nos miramos a los ojos y lo miré con infinito respeto. Jara me comprendió y se separó de la multitud. Mientras caminábamos, tomé un pequeño riesgo y le dije en voz alta que luego le llevaría algo para comer y lo lavaría dentro de lo posible. Después mantuvimos silencio, pero la conversación no cesó. Con la voz calla de mi semblante le confesé el asco con el que había tenido que acatar órdenes estos últimos días. Le conté cómo me habían engañado. Le supliqué que me perdonase, le grité en silencio, casi llorando que yo no tuve otra opción de surgir que meterme al entonces honorable Ejército de Chile. ¡Viva Chile mierda! ¡Mi querido país que jura velar por las noches a sus hijos pero le llena la mente de pesadillas a un estadio entero! ¡Y como si no le bastara con llenar de pesadillas y terror el sueño de sus ciudadanos, ahora decidía extrapolar esta singular política a la vida de los despiertos!Juro que vi en sus ojos casi reventados un asomo de complicidad, de precautoria amnistía. Indulto.Caminamos. Yo iba tras él y miraba sus manos atadas en su espalda. Esas manos que conservaban la herencia de cuanta generación que no hizo otra cosa que cavar surcos en la tierra. Manos que habían transformado en poesía y mensaje todo un sentir popular. Yo miraba cómo se balanceaban sus manos atadas, como un péndulo que espera un golpe seco, como la corteza que espera el áspero abrazo del hacha. Dos compañeros vieron que me acercaba con el cantor Víctor Jara y vinieron a apresarlo entre sus cuerpos. Uno le pegó muy fuerte con la mano en la nuca. El otro lo escupió en toda la cara. “Mira quién llegó, el preso más famoso de todo el Estadio Chile. ¿No cree que se merece un trato especial el huevoncito? Ya va a ver don cantor lo que le espera.” El rostro de Jara permanecía inconmovible, sin reacción alguna ante los oscuros pronósticos que aventuraban los grises pilares de ese infierno.Entramos en el cuartel del Príncipe. Tomaron a Víctor, lo desataron y lo sentaron en el escritorio. “Ya Víctor, cántanos una romántica balada y si quieres me puedes dar un besito en la mejilla también. Ya Victor, ¿qué te pasa? ¿Por qué no respondes? ¿No fui lo suficientemente claro ayer Víctor? ¿¿No fui lo suficientemente claro huailón marxista de la misma mierda?? El príncipe le dio una fuerte bofetada a Jara y le tomó las muñecas. Rojas, átale las manos. Quedé paralizado. ¡Ya pues Rojas carajo!¡Átele las manos antes de que oscurezca, pendejo inútil! No podía perdonarme esto, estaba amarrándole las manos a Víctor Jara. Mientras lo hacía y me odiaba y juraba que no me perdonaría nunca, pedí a Dios que no me hiciera participar de esto, que no podría, ¡Señor ayúdame! ¡No me metas en esto Diosito! El Príncipe miraba a Jara con la cara de un perro rabioso. Se le agudizaba su desagradable mueca de poder con cada grito. No podía ser que ese ser repulsivo haya sido un niño indefenso alguna vez. Alguna vez fue una criatura de pecho. ¡Probablemente hizo la primera comunión y míralo ahora! ¡Qué hijo de puta!¡Qué hijo de la grandísima puta!El Príncipe dio el primer culatazo en los dedos de Jara, y un grito de dolor retumbó en todo el estadio, un grito desgarrador que me derribó con su poderosa onda expansiva. El Príncipe golpeó de nuevo y no paró de golpear las manos de Víctor durante varios minutos. El Príncipe le devoraba las manos a culatazos y parecía que no se detendría hasta acabar con su tiránico plato de comida. No hablaba al comer. De vez en cuando daba un respiro y miraba a Jara, quien tenía la cara desfigurada por el dolor y sollozaba.Esto no era un interrogatorio. El Príncipe no esperaba que respuesta alguna saliera de la boca de Víctor. No, esto era odio puro, odio contra el pueblo reunido en una persona. Un rito de ultraviolencia con un único fin a la vista.De nuevo gritos y más gritos y el Príncipe que reía a carcajadas y gritaba: “A que no vas a poder tocar guitarra después de esto guapito. Conchetumadre guapito, ¡cómo deben dolerte las manos!” Seguía golpeando y golpeando, Ya no quedaba mucho de la forma de las manos, más bien eran masas de piel amoratada, pálidos huesos a la vista, sangre vencida. Los ojos de Jara en blanco y el labio que le tirita, otro golpe y otro golpe. Qué diría la madre del Príncipe al ver como el pequeño niño de su vientre gozaba y lloraba de felicidad e ira al destrozar a culatazos las manos del mayor cantautor que haya engendrado este país. ¡Que lindo el pibe, que crecidito está! Mira como juega a la tortura y a la muerte, si solamente ayer meaba la cama todas las noches. Por instantes Jara parecía inconciente pero era simplemente incapaz de evadir la realidad. Era incapaz de caer en la inconciencia, en la muerte que le ofreciera algún tipo de sueño. Algún anestésico. Él simplemente estaba ahí, solo, en la oficina del Príncipe, mientras le mutilaban lentamente las manos, solo él y una decena de militares de su país que quizás cuantas veces corearon la Plegaria para un labrador. Hermanos de patria. ¡Viva Chile Mierda! El Príncipe se levantó y fue detrás de la silla de Jara. Le pegó en la cara, le metió los dedos a los ojos. No había límites, no para el Príncipe, el dóberman del Estado, él no conocía fronteras a la hora de tratar con la escoria marxista, amaba servir a su país. Continuaba la barbarie. El Príncipe hizo un gesto con la mano. Un cabo raso le metió la mano en la boca a Jara, buscaba su lengua. Jara lo mordía y lo mordía pero al final la firme mano de mi compañero pudo más y logró capturar a la esquiva lengua del genio. Le brillaron los ojos al Príncipe. “¿Te gusta como cantas Jarita? ¿A la puta de tu madre le gusta como cantas? Déjame decirte una cosa Jarita, odio cómo tocas la guitarra, pero tu voz…¿¿acaso nadie te enseñó a cantar otra cosa que no fueran poemas de puras mierda?? ¡Te faltan huevos como los que tengo yo, comunacho de la puta que te parió!”El príncipe desenvainó el corvo. Mi Dios no puedes permitir esto, apiádate de Víctor, ¡¡mi Dios has un milagro mi Dios!! Los ojos de Jara se perdieron y al fin cayó inconciente cuando el corvo del Príncipe de deslizó cortando los primeros filamentos de la lengua del genio. La sangre manaba descontrolada de su boca así como la risa de la boca del Príncipe. Hasta el más cruel de mis compañeros rasos enmudeció mientras el Príncipe jugaba con la lengua de Jara en el escritorio. “Oiga Jarita, si me pongo su lengua voy a cantar igual de lindo que uste’ pue? ¿Me voy a transformar en un cerdo comunista? Le dio un golpe con la culata y Víctor se desplomó de su silla, sobre el suelo ensangrentado. El Príncipe se limpió la sangre de las manos con un pañuelo, se puso de pie y ordenó su uniforme. “Muchachos, dejemos a este pobre hombre solo un rato, necesita descansar” -dijo el Príncipe en una burla a la vida sin nombre, un arrebato de la más cínica humanidad que pueda expresarse. Todos dejamos el cuartel, el Príncipe a la cabeza. ¡Cómo le pondría un balazo en la nuca a este cerdo asqueroso! ¡Cómo le molería a culatazos esos huevos de los que tanto habla el canalla!
Un aroma amargo y tibio escapa como una voz encerrada en la bárbara caldera de mi mate. El aroma (quizás como la voz) escapa del cuerpo y busca alcanzar su pequeño destino olfativo y aferrarse al extenso territorio del recuerdo humano. A cada segundo que pasa, el aroma (y la voz que grita) se diluye y roza la eterna extinción, se acerca al absurdo e irremediable futuro. Pero vale la pena el riesgo, más vale morir de pie que vivir de rodillas, como dijera algún iluminado. El aroma desespera y desespera hasta que al fin alcanza mi nariz (y aquel grito, oh, mi recuerdo), me acaricia, me envuelve y me seda. Se ha salvado. Pero no Víctor, no se salvaron esas manos, no se salvó esa voz, no se salvó esa vida del garrote del Gigante. Cayó el jaguar herido y esta vez yo no puedo devolver aquel grito a la garganta que fuera desgarrada cien veces por la vida antes que por los militares.Se me acaba el agua caliente, la yerba ya está algo lavada. El aroma amargo del mate todavía no se diluye por completo, sus gritos tampoco. Nunca lo harán.Poco es lo que recorta el reloj a estos días horribles. Aún suena y clama, Jara mártir, Jara grabado en un vinilo, que no es guitarra de ricos, ni cosa que se parezca, mi canto es de los andamios para alcanzar las estrellas.