domingo, 19 de agosto de 2007

El rehabilitado

Acá les va un cuento que escribí hace un tiempo. Ojala se entienda bien.

Yacía como un peso muerto sobre una cama a la que sólo fue a dar gracias al benévolo azar, estando perdido en medio de una turbulenta secuencia de hechos que una vez despierto le harían morderse los labios de pesar y arrepentimiento. Yacía inmoral y miserable, yacía como un cordero en el matadero. Cualquier cosa menos inocencia cruzaba por el espacio entre sus dos cejas: era culpable de alcoholismo calificado y de idiota en primer grado con las atenuantes de minoría de edad y una familia bastante ingenua. Sentía como su cabeza se estrujaba de dolor por la caña, hecho que le ayudaba a mantener viva la convicción de que nunca más en su vida tomaría. – Tengo que dejar este vicio asesino –dijo al despertar, mareándose al pronunciar cada letra. Puedo sentir como mi cuerpo se ha destruido gradualmente, y puedo ver claramente como mi futuro se nubla, y estoy seguro que de esas nubes no caerá precisamente agua, sino más alcohol, jeringas, pistolas, autos no catalíticos y prostitutas. Pero aún no se nubla, estoy seguro que si detengo esto hoy, podré vivir mañana, aunque sea con un respirador artificial, una mina muy comprensiva o cualquier otra clase de salvavidas. Lindos ideales y convicciones que quizás con esfuerzo llevaría a la realidad, pero nadie le quitaba el asqueroso sabor dulzón a trago que sentía en su garganta, nadie le quitaba la sensación de humillación y ya nadie podía quitarle su dignidad, claramente extraviada algunas horas atrás, en pleno festejo. Nunca había deseado con tanta animosidad, triste animosidad, que su presente se hiciera pasado y el futuro lo suplantara. Pero al momento, sentía el tiempo distinto, casi inválido, agonizante. Las manecillas del reloj se movían a razón de imperceptibles saltitos, en una eterna orgía de engranajes, alargando el inmundo presente hasta horizontes insospechados. Pero el cruel tiempo parecía correr más lento sólo para él, y el mundo comenzaba a exigirle de vuelta una otrora lúcida presencia productiva y bilingüe. Su madre le dijo que debían ir a hacer algunos trámites, y que volverían en un par de horas. –En un par de horas… -dijo y se río sarcástico. En un par de horas quizás ya me haya desintegrado. Era otro de los costos de abusar del alcohol, había que continuar con la vida, y a esta parecía no importarle que unas pocas horas antes él haya estado a punto de caer inconciente en alguna calle perdida de Providencia.
–Tengo que dejar este vicio, inutiliza mis fines de semana, causa una patética impresión mía en la gente, cuesta dinero y está destruyendo mi cuerpo. Pero me causa una sensación tan agradable, ese hormigueo en la cara, esa ligereza, ese olvido, y es tan rico… ¡no! Mira a lo que he llegado, ¿hace cuanto tiempo que no aprovecho la mañana de un sábado? ¿Hace cuanto tiempo que tengo que fingir lucidez durante todo el domingo? Basta con mirarme la cara y fijarse en esas tremendas y oscuras ojeras que descubren mi problema. Es triste a lo que ha llegado mi vida, mi semana entera gira en torno al fin de semana, pero llegados estos santos días no hago más que autodestruirme. Podría decirse que mi vida entera gira entorno a autodestruirme. ¿Acaso hace dos o tres años me habría imaginado así? ¿Qué pasaría si mi yo de cinco años me viera ahora, dejando de lado por algunos momentos la ingenuidad y la niñez? Debo dejar esto, debo dejarlo.
Hablaba como si fuera la primera vez que hacía estas reflexiones reveladoras.
Unas lágrimas de lástima y nostalgia cayeron suavemente sobre su mejilla y fueron a morir para siempre sobre su chaqueta. Su semblante enseñaba un desasosiego profundo y un vacío aparentemente perpetuo. Sus ojos, si bien estaban abiertos, habían perdido aquel brillo, aquel sutil resplandor que diferencia a los vivos de los muertos. Se paró, se detuvo un segundo y se arregló un poco para salir con su madre a hacer esos condenados trámites.
Pasó una semana tranquila, sin ningún acontecimiento fuera de lo usual. Su malestar estomacal y anímico persistió hasta el lunes o martes, el miércoles ya había recuperado algo de su tropical y cambiante apego por la vida, el jueves ya se habían achicado bastante sus ojeras y el viernes salió por la noche, con la diferencia que no bebió una sola copa. El sábado una sobredosis le robó para siempre ese brillo de los ojos.


1 comentario:

vinx dijo...

wena menácido.
Es cierto. Posponer esas metas es usual en todos. Acercar la muerte, por tanto, también lo es.


vinx.

vicente-silva.blogspot.com