Les presento este microcuento apropósito de que hace un par de semanas se abrió el popular concurso de microcuentos "Santiago en 100 palabras".Aprovecho de explicar un poco en qué consiste un microcuento, para aquellos que no entiendan bien cual es la gracia de escribir dos líneas (muchas veces de relativa coherencia) y tildar eso de "cuento" o de "texto". El microcuento es un texto literario de corta extensión (desde un título más un par de palabras hasta un párrafo de media página) que tiene la gracia de que no alcanza a desarrollar a cabalidad una idea, dándole un rol mucho más importante a la interpretación que el lector pueda darle. Muchas veces son sólo acontecimientos enumerados, y por lo general no son muy descriptivos.
Sin aburrirlos más, les presento estos microcuentos que escribí.
Parque Forestal
¿Creís que mañana nos va a ir igual de mal? –preguntó el lanza.
A lo que el caballo de Botero respondió: –Más te vale que no.
Camino al paradero (Intento Nº265)
No sé bien por qué, pero cada vez que camino por Recoleta hacia el paradero, me siento pronto a pasar una eternidad en aquel lugar. Tal vez el aroma de las flores me lo recuerda. Tal vez sean los estudiantes de medicina profanando tumbas…de todas formas esperaría una eternidad esta micro que no pasa.
Reclamo
¡Estos jueces no saben nada de nada! Llevo años mandando microcuentos a este maldito concurso sólo para ver cómo los escritos más mediocres son aclamados por la prensa. No saben lo que es bueno… ¡nada de nada!
jueves, 23 de agosto de 2007
domingo, 19 de agosto de 2007
El rehabilitado
Acá les va un cuento que escribí hace un tiempo. Ojala se entienda bien.
Yacía como un peso muerto sobre una cama a la que sólo fue a dar gracias al benévolo azar, estando perdido en medio de una turbulenta secuencia de hechos que una vez despierto le harían morderse los labios de pesar y arrepentimiento. Yacía inmoral y miserable, yacía como un cordero en el matadero. Cualquier cosa menos inocencia cruzaba por el espacio entre sus dos cejas: era culpable de alcoholismo calificado y de idiota en primer grado con las atenuantes de minoría de edad y una familia bastante ingenua. Sentía como su cabeza se estrujaba de dolor por la caña, hecho que le ayudaba a mantener viva la convicción de que nunca más en su vida tomaría. – Tengo que dejar este vicio asesino –dijo al despertar, mareándose al pronunciar cada letra. Puedo sentir como mi cuerpo se ha destruido gradualmente, y puedo ver claramente como mi futuro se nubla, y estoy seguro que de esas nubes no caerá precisamente agua, sino más alcohol, jeringas, pistolas, autos no catalíticos y prostitutas. Pero aún no se nubla, estoy seguro que si detengo esto hoy, podré vivir mañana, aunque sea con un respirador artificial, una mina muy comprensiva o cualquier otra clase de salvavidas. Lindos ideales y convicciones que quizás con esfuerzo llevaría a la realidad, pero nadie le quitaba el asqueroso sabor dulzón a trago que sentía en su garganta, nadie le quitaba la sensación de humillación y ya nadie podía quitarle su dignidad, claramente extraviada algunas horas atrás, en pleno festejo. Nunca había deseado con tanta animosidad, triste animosidad, que su presente se hiciera pasado y el futuro lo suplantara. Pero al momento, sentía el tiempo distinto, casi inválido, agonizante. Las manecillas del reloj se movían a razón de imperceptibles saltitos, en una eterna orgía de engranajes, alargando el inmundo presente hasta horizontes insospechados. Pero el cruel tiempo parecía correr más lento sólo para él, y el mundo comenzaba a exigirle de vuelta una otrora lúcida presencia productiva y bilingüe. Su madre le dijo que debían ir a hacer algunos trámites, y que volverían en un par de horas. –En un par de horas… -dijo y se río sarcástico. En un par de horas quizás ya me haya desintegrado. Era otro de los costos de abusar del alcohol, había que continuar con la vida, y a esta parecía no importarle que unas pocas horas antes él haya estado a punto de caer inconciente en alguna calle perdida de Providencia.
–Tengo que dejar este vicio, inutiliza mis fines de semana, causa una patética impresión mía en la gente, cuesta dinero y está destruyendo mi cuerpo. Pero me causa una sensación tan agradable, ese hormigueo en la cara, esa ligereza, ese olvido, y es tan rico… ¡no! Mira a lo que he llegado, ¿hace cuanto tiempo que no aprovecho la mañana de un sábado? ¿Hace cuanto tiempo que tengo que fingir lucidez durante todo el domingo? Basta con mirarme la cara y fijarse en esas tremendas y oscuras ojeras que descubren mi problema. Es triste a lo que ha llegado mi vida, mi semana entera gira en torno al fin de semana, pero llegados estos santos días no hago más que autodestruirme. Podría decirse que mi vida entera gira entorno a autodestruirme. ¿Acaso hace dos o tres años me habría imaginado así? ¿Qué pasaría si mi yo de cinco años me viera ahora, dejando de lado por algunos momentos la ingenuidad y la niñez? Debo dejar esto, debo dejarlo.
Hablaba como si fuera la primera vez que hacía estas reflexiones reveladoras.
Unas lágrimas de lástima y nostalgia cayeron suavemente sobre su mejilla y fueron a morir para siempre sobre su chaqueta. Su semblante enseñaba un desasosiego profundo y un vacío aparentemente perpetuo. Sus ojos, si bien estaban abiertos, habían perdido aquel brillo, aquel sutil resplandor que diferencia a los vivos de los muertos. Se paró, se detuvo un segundo y se arregló un poco para salir con su madre a hacer esos condenados trámites.
Pasó una semana tranquila, sin ningún acontecimiento fuera de lo usual. Su malestar estomacal y anímico persistió hasta el lunes o martes, el miércoles ya había recuperado algo de su tropical y cambiante apego por la vida, el jueves ya se habían achicado bastante sus ojeras y el viernes salió por la noche, con la diferencia que no bebió una sola copa. El sábado una sobredosis le robó para siempre ese brillo de los ojos.
Yacía como un peso muerto sobre una cama a la que sólo fue a dar gracias al benévolo azar, estando perdido en medio de una turbulenta secuencia de hechos que una vez despierto le harían morderse los labios de pesar y arrepentimiento. Yacía inmoral y miserable, yacía como un cordero en el matadero. Cualquier cosa menos inocencia cruzaba por el espacio entre sus dos cejas: era culpable de alcoholismo calificado y de idiota en primer grado con las atenuantes de minoría de edad y una familia bastante ingenua. Sentía como su cabeza se estrujaba de dolor por la caña, hecho que le ayudaba a mantener viva la convicción de que nunca más en su vida tomaría. – Tengo que dejar este vicio asesino –dijo al despertar, mareándose al pronunciar cada letra. Puedo sentir como mi cuerpo se ha destruido gradualmente, y puedo ver claramente como mi futuro se nubla, y estoy seguro que de esas nubes no caerá precisamente agua, sino más alcohol, jeringas, pistolas, autos no catalíticos y prostitutas. Pero aún no se nubla, estoy seguro que si detengo esto hoy, podré vivir mañana, aunque sea con un respirador artificial, una mina muy comprensiva o cualquier otra clase de salvavidas. Lindos ideales y convicciones que quizás con esfuerzo llevaría a la realidad, pero nadie le quitaba el asqueroso sabor dulzón a trago que sentía en su garganta, nadie le quitaba la sensación de humillación y ya nadie podía quitarle su dignidad, claramente extraviada algunas horas atrás, en pleno festejo. Nunca había deseado con tanta animosidad, triste animosidad, que su presente se hiciera pasado y el futuro lo suplantara. Pero al momento, sentía el tiempo distinto, casi inválido, agonizante. Las manecillas del reloj se movían a razón de imperceptibles saltitos, en una eterna orgía de engranajes, alargando el inmundo presente hasta horizontes insospechados. Pero el cruel tiempo parecía correr más lento sólo para él, y el mundo comenzaba a exigirle de vuelta una otrora lúcida presencia productiva y bilingüe. Su madre le dijo que debían ir a hacer algunos trámites, y que volverían en un par de horas. –En un par de horas… -dijo y se río sarcástico. En un par de horas quizás ya me haya desintegrado. Era otro de los costos de abusar del alcohol, había que continuar con la vida, y a esta parecía no importarle que unas pocas horas antes él haya estado a punto de caer inconciente en alguna calle perdida de Providencia.
–Tengo que dejar este vicio, inutiliza mis fines de semana, causa una patética impresión mía en la gente, cuesta dinero y está destruyendo mi cuerpo. Pero me causa una sensación tan agradable, ese hormigueo en la cara, esa ligereza, ese olvido, y es tan rico… ¡no! Mira a lo que he llegado, ¿hace cuanto tiempo que no aprovecho la mañana de un sábado? ¿Hace cuanto tiempo que tengo que fingir lucidez durante todo el domingo? Basta con mirarme la cara y fijarse en esas tremendas y oscuras ojeras que descubren mi problema. Es triste a lo que ha llegado mi vida, mi semana entera gira en torno al fin de semana, pero llegados estos santos días no hago más que autodestruirme. Podría decirse que mi vida entera gira entorno a autodestruirme. ¿Acaso hace dos o tres años me habría imaginado así? ¿Qué pasaría si mi yo de cinco años me viera ahora, dejando de lado por algunos momentos la ingenuidad y la niñez? Debo dejar esto, debo dejarlo.
Hablaba como si fuera la primera vez que hacía estas reflexiones reveladoras.
Unas lágrimas de lástima y nostalgia cayeron suavemente sobre su mejilla y fueron a morir para siempre sobre su chaqueta. Su semblante enseñaba un desasosiego profundo y un vacío aparentemente perpetuo. Sus ojos, si bien estaban abiertos, habían perdido aquel brillo, aquel sutil resplandor que diferencia a los vivos de los muertos. Se paró, se detuvo un segundo y se arregló un poco para salir con su madre a hacer esos condenados trámites.
Pasó una semana tranquila, sin ningún acontecimiento fuera de lo usual. Su malestar estomacal y anímico persistió hasta el lunes o martes, el miércoles ya había recuperado algo de su tropical y cambiante apego por la vida, el jueves ya se habían achicado bastante sus ojeras y el viernes salió por la noche, con la diferencia que no bebió una sola copa. El sábado una sobredosis le robó para siempre ese brillo de los ojos.
martes, 7 de agosto de 2007
Taller literario
Eran alrededor de seis estudiantes reunidos en la biblioteca, en torno a una mesa y en torno a Felipe, el joven profesor de literatura. El motivo que los congregaba era la celebración semanal de su taller de creación literaria, que ocurría, si la fortuna y el calendario estaban de acuerdo, cada martes, después del colegio de los estudiantes y después de medio día de dudosas actividades por parte de Felipe.
Felipe era sin duda, un tipo cuanto menos, enigmático. Su rostro algo pálido y una barba incipiente delataban su juventud, quizás de unos veinte y cuatro o veinte y cinco años. Sus manos se retorcían en curiosas contorsiones acompañando sus discursos y explicaciones, sin detener nunca un extraño temblor, algo parecido al pulso que presenta un anciano o al de un hombre que ha bebido unas cuantas copas de más. Sin embargo, era un hombre inteligente, de indiscutible talento en cuanto a lo que letras se refiere y que buscaba inculcar en sus alumnos la misma pasión por la escritura que seguramente él sentía arder en su corazón.
- Hoy hablaremos de la intertextualidad –dijo con su típica expresión ansiosa a los atentos alumnos del taller. La intertextualidad –se le escuchó decir - es la referencia que se le hace a un texto desde otro texto, como es el caso de aquellos cuentos que contienen otros cuentos o historias en su interior. ¿Se entiende? A modo de ejemplo les contaré esta pequeña historia.
-En la Edad Media, existía un hombre llamado Nicolais cuya esposa tenía la singular característica de ser poseedora de un insaciable apetito sexual. Nicolais, preocupado por que su esposa podría estar pecando de lujuria o algo por el estilo, decidió que ambos visitarían a un sabio fraile para pedir consejo. Fueron a ver al hombre de Dios, le contaron su problema y esperaron una respuesta. El fraile le dijo a Nicolais que tendría que hablar en privado con su esposa. Obviamente el inmoral fraile se había dado cuenta de la ventaja que podría tomar a partir de la situación y unos meses después cuando Nicolais lo volvió a visitar con la noticia del misterioso y aparentemente promiscuo embarazo de la otrora sexópata mujer, se le iluminó el rostro y le dijo que estaban en presencia de un milagro: su esposa había sido tocada por el Espíritu Santo, cual Virgen María y que debían sentirse simplemente bendecidos y dichosos.
-Creo que ahí podemos encontrar una clara intertextualidad con la Biblia- dijo un agudo alumno.
-Exactamente. Bueno, ahora para continuar con el taller, leerán un fragmento de la clásica novela “Las Mil y una Noches” que yo mismo escogí, apropósito del uso de la intertextualidad como un recurso literario- les dijo, sin que el temblor de sus manos cesara en algún fragmento de segundo.
Entonces, le entregó un texto de unas cinco o seis páginas a cada uno de los alumnos, quienes rápidamente se hallaron inmersos en las fantasiosas líneas del típico relato arábigo.
…Y Schehrazada, aquella primera noche, empezó su relato con la historia que sigue…
Pasados varios minutos, los ojos de un alumno leían…cuando el médico se convenció de que el rey lo iba a matar sin remedio, dijo: “Oh, Rey. Si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo un libro que es realmente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario.” El rey preguntó: “¿Y qué libro es ese?, a lo que el médico contestó: “contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que revela es el siguiente: cuando me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida tres renglones de la página de la izquierda; y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas las preguntas que le hagas”… Pasado ya un buen rato desde que encomendó la tarea a sus alumnos, Felipe se hallaba inquieto y ansioso, más que de costumbre, y quizás incomodado en demasía por el tenso silencio intelectualoide que reinaba en la biblioteca, podía apreciarse como sus manos temblaban, a pesar de no haber articulado palabra alguna.
Otro alumno transportado a la milenaria Arabia leía… “¡Oh Rey! Coge este libro, pero no lo abras antes de cortarme la cabeza. Cuando la hayas cortado, colócala en una bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para restreñar la sangre. Después abrirás el libro.” Pero el rey, lleno de impaciencia no le escuchaba ya; cogió el libro y lo abrió, pero encontró las hojas pegadas unas a otras. Entonces metiendo su dedo en la boca, lo mojó con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De este modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerlas, pero no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Pero apenas habían pasado algunos instantes, circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones y exclamo: “¡el veneno circula!”. Había decidido su propia muerte…Seis pares de ojos extenuados por el viaje literario al país de las mil y una noches se levantaron y se miraron, luego a Felipe.
-Veo que los venenos de los que habla la historia hacen su efecto bastante más rápido -dijo ante la atónita mirada de unos alumnos que no comprendían un ápice de lo que sucedía. Dicho esto, el primero comenzó con los efectos del veneno y como por arte de magia, sus compañeros siguieron su ejemplo. Primero tiritaban, pero luego las convulsiones se hicieron más violentas y sus ojos parecían prontos a salir despedidos de su cavidad. Felipe reía tranquilamente al ver cómo sus seis alumnos resonaban, ya no como alumnos, sino como inerte materia en movimiento.
Con seis cadáveres dispersados alrededor de la mesa, sintiéndose más poderoso que seis médicos juntos, y con una buena historia que escribir, Felipe recolectó cuidadoso los textos, con el fin de poder usarlos con el taller del año próximo y cuidando de no desperdiciar el veneno en sus dedos ya acostumbrados al tóxico. Y sus manos siempre tiritando en pálido temblor.
Felipe era sin duda, un tipo cuanto menos, enigmático. Su rostro algo pálido y una barba incipiente delataban su juventud, quizás de unos veinte y cuatro o veinte y cinco años. Sus manos se retorcían en curiosas contorsiones acompañando sus discursos y explicaciones, sin detener nunca un extraño temblor, algo parecido al pulso que presenta un anciano o al de un hombre que ha bebido unas cuantas copas de más. Sin embargo, era un hombre inteligente, de indiscutible talento en cuanto a lo que letras se refiere y que buscaba inculcar en sus alumnos la misma pasión por la escritura que seguramente él sentía arder en su corazón.
- Hoy hablaremos de la intertextualidad –dijo con su típica expresión ansiosa a los atentos alumnos del taller. La intertextualidad –se le escuchó decir - es la referencia que se le hace a un texto desde otro texto, como es el caso de aquellos cuentos que contienen otros cuentos o historias en su interior. ¿Se entiende? A modo de ejemplo les contaré esta pequeña historia.
-En la Edad Media, existía un hombre llamado Nicolais cuya esposa tenía la singular característica de ser poseedora de un insaciable apetito sexual. Nicolais, preocupado por que su esposa podría estar pecando de lujuria o algo por el estilo, decidió que ambos visitarían a un sabio fraile para pedir consejo. Fueron a ver al hombre de Dios, le contaron su problema y esperaron una respuesta. El fraile le dijo a Nicolais que tendría que hablar en privado con su esposa. Obviamente el inmoral fraile se había dado cuenta de la ventaja que podría tomar a partir de la situación y unos meses después cuando Nicolais lo volvió a visitar con la noticia del misterioso y aparentemente promiscuo embarazo de la otrora sexópata mujer, se le iluminó el rostro y le dijo que estaban en presencia de un milagro: su esposa había sido tocada por el Espíritu Santo, cual Virgen María y que debían sentirse simplemente bendecidos y dichosos.
-Creo que ahí podemos encontrar una clara intertextualidad con la Biblia- dijo un agudo alumno.
-Exactamente. Bueno, ahora para continuar con el taller, leerán un fragmento de la clásica novela “Las Mil y una Noches” que yo mismo escogí, apropósito del uso de la intertextualidad como un recurso literario- les dijo, sin que el temblor de sus manos cesara en algún fragmento de segundo.
Entonces, le entregó un texto de unas cinco o seis páginas a cada uno de los alumnos, quienes rápidamente se hallaron inmersos en las fantasiosas líneas del típico relato arábigo.
…Y Schehrazada, aquella primera noche, empezó su relato con la historia que sigue…
Pasados varios minutos, los ojos de un alumno leían…cuando el médico se convenció de que el rey lo iba a matar sin remedio, dijo: “Oh, Rey. Si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo un libro que es realmente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario.” El rey preguntó: “¿Y qué libro es ese?, a lo que el médico contestó: “contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que revela es el siguiente: cuando me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida tres renglones de la página de la izquierda; y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas las preguntas que le hagas”… Pasado ya un buen rato desde que encomendó la tarea a sus alumnos, Felipe se hallaba inquieto y ansioso, más que de costumbre, y quizás incomodado en demasía por el tenso silencio intelectualoide que reinaba en la biblioteca, podía apreciarse como sus manos temblaban, a pesar de no haber articulado palabra alguna.
Otro alumno transportado a la milenaria Arabia leía… “¡Oh Rey! Coge este libro, pero no lo abras antes de cortarme la cabeza. Cuando la hayas cortado, colócala en una bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para restreñar la sangre. Después abrirás el libro.” Pero el rey, lleno de impaciencia no le escuchaba ya; cogió el libro y lo abrió, pero encontró las hojas pegadas unas a otras. Entonces metiendo su dedo en la boca, lo mojó con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De este modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerlas, pero no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Pero apenas habían pasado algunos instantes, circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones y exclamo: “¡el veneno circula!”. Había decidido su propia muerte…Seis pares de ojos extenuados por el viaje literario al país de las mil y una noches se levantaron y se miraron, luego a Felipe.
-Veo que los venenos de los que habla la historia hacen su efecto bastante más rápido -dijo ante la atónita mirada de unos alumnos que no comprendían un ápice de lo que sucedía. Dicho esto, el primero comenzó con los efectos del veneno y como por arte de magia, sus compañeros siguieron su ejemplo. Primero tiritaban, pero luego las convulsiones se hicieron más violentas y sus ojos parecían prontos a salir despedidos de su cavidad. Felipe reía tranquilamente al ver cómo sus seis alumnos resonaban, ya no como alumnos, sino como inerte materia en movimiento.
Con seis cadáveres dispersados alrededor de la mesa, sintiéndose más poderoso que seis médicos juntos, y con una buena historia que escribir, Felipe recolectó cuidadoso los textos, con el fin de poder usarlos con el taller del año próximo y cuidando de no desperdiciar el veneno en sus dedos ya acostumbrados al tóxico. Y sus manos siempre tiritando en pálido temblor.
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