Eran alrededor de seis estudiantes reunidos en la biblioteca, en torno a una mesa y en torno a Felipe, el joven profesor de literatura. El motivo que los congregaba era la celebración semanal de su taller de creación literaria, que ocurría, si la fortuna y el calendario estaban de acuerdo, cada martes, después del colegio de los estudiantes y después de medio día de dudosas actividades por parte de Felipe.
Felipe era sin duda, un tipo cuanto menos, enigmático. Su rostro algo pálido y una barba incipiente delataban su juventud, quizás de unos veinte y cuatro o veinte y cinco años. Sus manos se retorcían en curiosas contorsiones acompañando sus discursos y explicaciones, sin detener nunca un extraño temblor, algo parecido al pulso que presenta un anciano o al de un hombre que ha bebido unas cuantas copas de más. Sin embargo, era un hombre inteligente, de indiscutible talento en cuanto a lo que letras se refiere y que buscaba inculcar en sus alumnos la misma pasión por la escritura que seguramente él sentía arder en su corazón.
- Hoy hablaremos de la intertextualidad –dijo con su típica expresión ansiosa a los atentos alumnos del taller. La intertextualidad –se le escuchó decir - es la referencia que se le hace a un texto desde otro texto, como es el caso de aquellos cuentos que contienen otros cuentos o historias en su interior. ¿Se entiende? A modo de ejemplo les contaré esta pequeña historia.
-En la Edad Media, existía un hombre llamado Nicolais cuya esposa tenía la singular característica de ser poseedora de un insaciable apetito sexual. Nicolais, preocupado por que su esposa podría estar pecando de lujuria o algo por el estilo, decidió que ambos visitarían a un sabio fraile para pedir consejo. Fueron a ver al hombre de Dios, le contaron su problema y esperaron una respuesta. El fraile le dijo a Nicolais que tendría que hablar en privado con su esposa. Obviamente el inmoral fraile se había dado cuenta de la ventaja que podría tomar a partir de la situación y unos meses después cuando Nicolais lo volvió a visitar con la noticia del misterioso y aparentemente promiscuo embarazo de la otrora sexópata mujer, se le iluminó el rostro y le dijo que estaban en presencia de un milagro: su esposa había sido tocada por el Espíritu Santo, cual Virgen María y que debían sentirse simplemente bendecidos y dichosos.
-Creo que ahí podemos encontrar una clara intertextualidad con la Biblia- dijo un agudo alumno.
-Exactamente. Bueno, ahora para continuar con el taller, leerán un fragmento de la clásica novela “Las Mil y una Noches” que yo mismo escogí, apropósito del uso de la intertextualidad como un recurso literario- les dijo, sin que el temblor de sus manos cesara en algún fragmento de segundo.
Entonces, le entregó un texto de unas cinco o seis páginas a cada uno de los alumnos, quienes rápidamente se hallaron inmersos en las fantasiosas líneas del típico relato arábigo.
…Y Schehrazada, aquella primera noche, empezó su relato con la historia que sigue…
Pasados varios minutos, los ojos de un alumno leían…cuando el médico se convenció de que el rey lo iba a matar sin remedio, dijo: “Oh, Rey. Si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo un libro que es realmente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario.” El rey preguntó: “¿Y qué libro es ese?, a lo que el médico contestó: “contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que revela es el siguiente: cuando me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida tres renglones de la página de la izquierda; y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas las preguntas que le hagas”… Pasado ya un buen rato desde que encomendó la tarea a sus alumnos, Felipe se hallaba inquieto y ansioso, más que de costumbre, y quizás incomodado en demasía por el tenso silencio intelectualoide que reinaba en la biblioteca, podía apreciarse como sus manos temblaban, a pesar de no haber articulado palabra alguna.
Otro alumno transportado a la milenaria Arabia leía… “¡Oh Rey! Coge este libro, pero no lo abras antes de cortarme la cabeza. Cuando la hayas cortado, colócala en una bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para restreñar la sangre. Después abrirás el libro.” Pero el rey, lleno de impaciencia no le escuchaba ya; cogió el libro y lo abrió, pero encontró las hojas pegadas unas a otras. Entonces metiendo su dedo en la boca, lo mojó con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De este modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerlas, pero no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Pero apenas habían pasado algunos instantes, circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones y exclamo: “¡el veneno circula!”. Había decidido su propia muerte…Seis pares de ojos extenuados por el viaje literario al país de las mil y una noches se levantaron y se miraron, luego a Felipe.
-Veo que los venenos de los que habla la historia hacen su efecto bastante más rápido -dijo ante la atónita mirada de unos alumnos que no comprendían un ápice de lo que sucedía. Dicho esto, el primero comenzó con los efectos del veneno y como por arte de magia, sus compañeros siguieron su ejemplo. Primero tiritaban, pero luego las convulsiones se hicieron más violentas y sus ojos parecían prontos a salir despedidos de su cavidad. Felipe reía tranquilamente al ver cómo sus seis alumnos resonaban, ya no como alumnos, sino como inerte materia en movimiento.
Con seis cadáveres dispersados alrededor de la mesa, sintiéndose más poderoso que seis médicos juntos, y con una buena historia que escribir, Felipe recolectó cuidadoso los textos, con el fin de poder usarlos con el taller del año próximo y cuidando de no desperdiciar el veneno en sus dedos ya acostumbrados al tóxico. Y sus manos siempre tiritando en pálido temblor.