Vengo recién llegando de trabajos de invierno, y es tanto el entusiasmo que me fue necesario plasmar parte de éste en un escrito. No sé si es un cuento, un ensayo o un manual de instrucciones, da lo mismo. Lo único que importa es que es un texto sincero. Ojalá les guste.
Unas enclenques paredes de aire sujetan el desvencijado techo de aquella morada y no hay más pintura que la corrosión del cielo de cinc. Si la caprichosa tierra decide sacudirse, dudo que aquellas murallas se mantengan en pie más tiempo que un borracho en una plaza. El viento se cuela fácil por cualquiera de los incontables hoyos que presenta la madera, el frío se cuela ileso ante aquella inoperante y mentirosa barrera. La casa no le es fiel a la familia y sin embargo las estrellas despiden su belleza en armónicos gritos. Qué gritos.
Pero el suelo está seco, tan seco que no recuerda más lluvia que unas desentendidas lágrimas de Leo, el menor en aquel hogar. El suelo está seco y debilita el alma de las familias de aquel pueblo perdido en el mapa, junto a sus huertos y oraciones. Porque Trapiche no es más que eso, un caserío perdido en el mapa, un grupo de familias enterradas en la dura lengua del desierto, un anónimo en las estadísticas de pobreza, un inconciente esbozo en la panamericana. Un lugar donde la vida corre al ritmo de plegarias ilusas y de pirquineros madrugadores. Donde el sol, implacable, curte desde temprano cuanto rostro se le cruce. Y donde la noche habla en helados susurros que son indiferentes a la piel escasamente abrigada de algunas decenas de familias.
No me pregunté porqué fuimos a dar a Trapiche, de entre tantos otros pueblos perdidos en los inhóspitos pliegues de la cuarta región. Pero al llegar al pueblo, tampoco fueron necesarias grandes cavilaciones para entender que había ahí personas que merecían una ayuda, por más sutil que esta fuera, algo tangible que hiciera un poco más llevadera la dura cotidianeidad que los aquejaba. Un detalle, un arreglo, aunque su duración en el tiempo no prometiera cifras de eternidad. Pero de todas maneras, un trabajo más real que el discurso pronunciado desde un cómodo salón. Se precisaba algo de mayor peso que las promesas políticas, normalmente ricas en contenido léxico, frases célebres y egos ensalzados, pero dudosamente fecundas en su realización.
Tal vez íbamos a Trapiche a la acción, a poner de nuestra parte para mejorar aunque sea en un poco el panorama que les espera a Sandro, Leo y María. Para que ellos y sus familias no pasen frío en la noche y no tengan que forrar los muros de sus mediaguas con revistas viejas y diarios amarillentos para impedir que el viento haga de las suyas al interior de esos tres por tres metros.
O tal vez íbamos a Trapiche a sentirnos sencillos; a disfrutar de la escasez material; a aprender del duro desierto y del grito del despampanante cielo nocturno, de los ojos de niños de caras sucias y de las sonrisas más grandes que nunca vi. Sí, creo que fue eso lo más importante. Porque es hermoso pasar algunas horas al día forrando con cholguán paredes, techos, puertas y ventanas, pero más hermoso fue el llanto de despedida del pobre Leo, y el entusiasmo y agradecimiento de doña Elba, que con sus sesenta y cinco años, estuvo siempre pendiente de nuestro trabajo y de nuestras necesidades, atendiéndonos con cariño y grandiosas conversaciones.
Brillante es la marca que dejó Trapiche en la memoria de quienes fuimos con la idea de enseñar y construir, y regresamos a la capital habiendo vivido y aprendido, por sobre cualquier otra cosa.