sábado, 17 de abril de 2010

Los bolivianos


"¿Los bolivianos? Son gente linda, un pueblo de verdad especial. No te lo imaginas.” Le diré eso porque la encuentro linda, de verdad, especial. Tiene algo. Me gusta cómo logra que su ropa tenga un aspecto artesanal tan industrialmente acabado. Igual que su maquillaje. Me gusta su voz entusiasta y la distancia, tan ingenua como exigua, que escogió para separar mi nefasta cercanía de su centro de gravedad. Debe ser una idealista y una soñadora moderada en las mañanas, igual que yo. Más que eso no sé, pero puedo apostar que su película favorita incluye a alguna clase de Che Guevara dentro del reparto y que ama la idea de verse a ella viajando más que el-viajar-en-sí. Claro, desde que arrendó la película Into the Wild (seguro que la arrendó, y está fanática) que espera el momento justo y a las personas indicadas para ir a fundir su existencia con el universo y volver a Santiago con la boca llena de historias fascinantes sobre animales exóticos, paisajes conmovedores y alguna droga-medicina turísticamente aceptada por el resto del mundo. Volver con el aura renovada y que alguna amiga le diga galla qué te pasó que te creció el espíritu. La idea de volver es siempre romántica si se la compara con el no haber partido nunca.

Me imagino que sueña con llenar su bitácora de viaje (que en ningún caso es igual a su diario de vida, aunque el cuaderno sea el mismo) con coloridas anécdotas de los mercados, reflexiones trascendentales sobre el misticismo y toda clase de citas a autores ad-hoc. Escribirá en éste cada noche, devota de la idea de jugar a ser reportera del National Geographic. Supongo que cuando vuelva, repletará su facebook (y el de todos nosotros) con fotografías de ella y sus amigas volando en perfecta sincronía a unos treinta centímetros del suelo, y con otras fotos, más del estilo Unicef, en las que saldrá radiante, compartiendo su alegría con los niños del lugar.

Supongo entonces que aquella pregunta por los bolivianos deja la pelota en un territorio dentro de cuyos límites me siento del todo cómodo. Le contaré mi historia sobre Bolivia y su gente. Le diré que partí el viaje solo y a dedo desde la esquina de mi casa, lo cual no es estrictamente cierto ya que mi casa no queda tan cerca del terminal de buses de La Paz. Ella me escuchará de ahí en adelante con suficiente interés, esbozando una suave sonrisa cuando me haga el-ridículo-tierno y le cuente que durante todo el viaje llevé una olla de lata colgando de la mochila, la misma que en más de una ocasión me sirvió como tambor en tal o cual plaza boliviana.. Seguiré hablando. Una tensión repentina y vibrante se instalará por algunos segundos como un fantasma sobre sus labios cuando le cuente que mi bus se cayó transitando por el camino más peligroso del mundo, la misma tensión que se difumará en un suspiro cuando le confiese que caímos del lado correcto del camino, sobre la ladera, y que solo fue necesario usar un par de palas y tirar el viejo bus con una cuerda, entre las gallinas, las viejitas forradas en aguayos y uno que otro entusiasta israelita sacando fotos en calidad baja. Sonreirá de nuevo y me llamará tonto. Tarde o temprano me preguntará algo así como qué es lo que más te marcó del viaje, o bien qué fue lo que aprendiste estando solo en un país como Bolivia. Yo antepondré cuidadosamente a mi respuesta el prefijo uffffff, haciéndole ver lo inabarcable de su pregunta, me tomaré el pelo y luego le diré que al estar solo (le diré que en realidad, fueron pocos los días en los que estuve realmente solo porque tuve la bendición de conocer los compañeros de viaje más multiculturales que pueda imaginar) uno se dispone de la mejor manera para conocer a las otras personas, quienes de otro modo pasarían desapercibidas entre tanto tan interesante que sucede alrededor. Y que la gente que uno conoce o no conoce, es por lejos el elemento crucial de un viaje. Inventaré a la pasada un cliché asqueroso como “compartir con el que viene del otro lado del mundo y ve las cosas al revés que uno, acaba con dos personas que son ahora más capaces de querer al otro.” Me brillarán los ojos con cierto heroísmo, los que estarán imperceptiblemente cubiertos como por una helada al finalizar estas palabras. Le diré al fin que la selva te marca y le mostraré el ambiguo tatuaje de un árbol que hace años dibujó en mi espalda un drogadicto del Portal Lyon.

Una mueca extraña y novedosa se dibujará en su boca, por un instante ya no linda ni tersa, sino torcida e inquisidora. Ella mentirá qué bonito y yo me excusaré, relativamente desesperado, con que fue un regalo que por buena educación no podía rechazar, y que en realidad no es tan terrible, porque como está en la espalda, no lo veo nunca y casi no me acuerdo de que lo llevo ahí para siempre. Un prolongado silencio de tres segundos agravará la situación. Pareceré un imbécil y en efecto, ella pensará que soy un imbécil por aceptar que un compañero de viaje, es decir, un absoluto desconocido me “regale” un tatuaje que me cubre media espalda, o pensará que bien soy un mentiroso, nada de lo cual es estrictamente falso por las razones que a esta altura ya no estimo necesario explicitar.

Continuaré con las excusas y los tropezones mientras lanzo furtivas (y cada vez más frecuentes) miradas a la salida. Ella lo notará y me preguntará si me pasa algo. Yo le responderé no nada que en realidad estoy esperando a alguien, pero que todavía no ha llegado. Que no se preocupe, que todo va bien. Me mirará como se mira a un moribundo. Otro demoledor silencio de tres segundos me obligará a pedirle que me cuente "algo más de ella", así, textual. Estaré acabado… El tercero de tres segundos, no sabré manejarlo y entonces, mientras me descompenso, aprovecharé de decirle que tiene las tetas caídas. Le diré que una le llega hasta mucho más abajo que la otra. No le diré cuál. Supongo que en aquel instante un pololo enorme saldrá de su morral de lana made-in-china con la idea fija de masacrarme. Entonces me acordaré convenientemente de su pregunta inicial y le responderé con un “¿Los bolivianos? Son gente jodida, un pueblo difícil.” Eso le diré, porque debe ser una hija de puta, igual que yo. Más que eso no sé.

martes, 16 de marzo de 2010

Malhu-mor

Por más que trato,

Por más que me rompa la cabeza buscándole la quinta pata,

Una cola o la cabeza a este gato,

No parece que haya luz

Que haga más claro lo que veo,

Que (me) declare más obvio lo evidente.

Es que no me importa si las mujeres gritan,

O si el suelo tiembla,

O si el pelo gira y baila al ritmo de no se qué jingle pasajero,

O de algún himno nacional.

Igual me emputecen las calles,

Y los autos que llenan las calles,

Y los gentiles idiotas que llenan los autos,

Y las palabras que llenan las bocas de los idiotas.

Me enchuchan las palomas que nutren con su diarrea plazas y cabezas,

Mi rubia cabeza, de lunes a domingo.

Ya odio problemas y soluciones,

Odio las jaquecas y las aspirinas.

No iría al bautizo de un hijo,

No iría al funeral de un amigo,

Solo aplastaría mi ego sensualmente contra el tuyo,

Sin pedirte (demasiado) permiso.

En fin, rezo y escribo,

imagino, sueño, pienso, hablo,

Creo, lloro, construyo, arrugo, gasto y malgasto cada puto verbo

Que se cruza conmigo en este mal camino,

En este mal día que se viene repitiendo,

Desde mucho antes de ayer.

lunes, 1 de marzo de 2010

Accidente laboral


Nadie conoce el día ni la hora de su llegada, pero ciertamente, la inspiración irrumpe como un flechazo envenenado y delicioso en el centro perplejo de los visitantes del mundo. De este modo ocurrió y ocurrirá siempre. De este modo se construyeron las torres que desafiaron los lindes del cielo. De este modo se ganaron las batallas más adversas que escribieran la historia de todos nosotros. De este modo se inspiraron ingenieros de estructuras y estrategias. De este modo y no de otro me sucedió a mí, cuando una bocanada de sueño me alcanzaba y demolía de un golpe la idea -ya borrosa- que sostenía de toda forma de vida sobre el escritorio.
La hora por entonces se escapaba groseramente de los márgenes de la media noche y el insomnio literario al final cedía los primeros palmos ante un trabajo estéril, acompasado por la luz cetrina que se escabullía de mi mezquina lámpara de estudio. Mi ensayo nocturno se proclamó vencido por las fuerzas de la naturaleza y dibujé una ostensible mancha de tinta sobre el cuaderno, el que horas atrás pretendí colmar con el jugo mismo de mi imaginación. La página en blanco (ya no impoluta) que se desplegaba frente a mí era la señal convenida: llegaba la anhelada paz y mis párpados tropezaban con la luz lentísima de la madrugada.
Entre las almohadas y las sábanas heladas me recriminé una última vez el no haber sido capaz de concebir un solo personaje, pero por más que el sueño me embriagaba crecientemente, no terminé de aceptar este fracaso como parte imprescindible del flujo natural de todo proceso creativo. Durante toda la noche me había sentido como un inválido, un inútil frente al vacío sustancial de mi creación. Este singular hecho, se me antojó semejante a mis primeras incursiones en debates con el sexo opuesto: mi mandíbula cuan desencajada como desencantada ante la verdad absoluta de mi incapacidad para prolongar una conversación más allá de los mínimos que exige la cortesía.
No supe qué decirle a mi futura obra, no supe cómo esbozar un simple borrador para las primeras líneas. Ni mencionar el desenlace de una historia que no fue, ni la esperanza o la algarabía de personajes que no existieron. Ni siquiera uno de ellos acudía en mi auxilio cuando una última bocanada de aire terminaba por asfixiar el insomnio que me había acompañado como un demonio fiel toda la noche. Fue entonces, cuando deambulaba errante a través de los empañados humedales del sueño, que apareció en la escena por primera vez: como una sombra apenas dibujada, apenas sugerente, que si bien apenas acreditaba los requisitos mínimos para trascender la barrera de los sueños, se grabó indeleble en la oscuridad de mi lecho.
Ahí estaba, altivo, insolente, casi traslúcido balanceándose suave sobre mi frente cansada, y sin lugar a dudas, como un obstáculo ineludible en el progreso de mi descanso. Toda la noche lo había invocado desde el insomnio sin éxito, a él, personaje escurridizo, a ella, inspiración impredecible, y ahora alzábanse burlones al alcance de mi reposo, dejándome muy en claro cuan insignificante fracción de los azares es la que en realidad depende de la voluntad y el esfuerzo de los hombres. Me reí de mí mismo.
Me incorporé y me instalé en mi despacho dispuesto a amanecer modelando a este ser maravilloso y vacío. La luz de la habitación se abalanzaba con escándalo sobre su silueta, eclipsándolo todo a su alrededor. El color de mi inmueble se opacó levemente. Al verme en el espejo que siempre vigiló mis decisiones estéticas, noté que la vida parecía evaporarse de mis ojos, lenta, espumosa, decidida, al tiempo que el garabato de luz que se levantaba frente a mí tomaba un color imposible.
Superada la impresión inicial que me provocó la parafernalia desplegada por mi personaje, me ungí en el humo sagrado de inspiración que manaba desde los vértices de mi pieza. En un segundo lo comprendí todo. La claridad y la lucidez son virtudes de penosa categoría si se las compara con la Verdad misma inhalada al amanecer. Comprendí que de hombre a dios, de creatura a creador, hay una sola distinción, una sola y crucial diferencia: todo depende del lado de la creación donde te estrelles.
Lleno de esta renovada y deliciosa soberbia me dispuse a crear. Lo miré a él resplandecer a contraluz y sentí una suave oleada de succión sobre mi mirada. Encantado, di la pincelada inicial. Quise sentenciar de una vez su antropomorfismo, y él (me dio a entender que siempre fue él) cobró el brío de un gladiador furioso. Su rasgo se dibujó con firmeza en los pómulos y con sublime belleza en la mirada. Las delgadas líneas a sus costados se desplegaron con alboroto y se hincharon formando pesados y musculosos garrotes por brazos. Un proceso idéntico sucedió con cada una de sus extremidades, las que ahora formaban una constelación incandescente a escasísimos centímetros del escritorio. Lo imaginé calvo, lo imaginé dueño de una barba misteriosa, pero su rostro lampiño brilló con ímpetu renovado, y una melena plateada flameó con fuerza al ser alcanzada por una ráfaga extraviada de su aliento.
Intenté repetidas veces ejercer mi soberanía mediante órdenes y delineamientos literarios. Si alguno de mis mandatos cobró vida en la figura de mi personaje, debo reconocer que fue mera casualidad. Mi grandeza creadora se cambiaba poco a poco por sumisa y expectante invalidez, y recordé vívidamente cómo me había sentido toda la noche, azolado por las pampas del insomnio. Tuve miedo. De pronto, se erguía frente a mí un dios griego, desnudo y perfecto, rotundo. Me dio a entender con la mirada que buscaba a un súbdito. Quise dejar en claro quién era el súbdito en aquel escritorio de amanecida y él esclareció cualquier duda con una terrible bofetada sobre mi rostro incrédulo. Un calor insoportable quemó la mejilla que amortiguó el golpe y la luz que escapaba de sus ojos me dejó ciego. Mi triste figura se inclinó cada vez con más violencia sobre el clímax energético de este Ades, este Poseidón, este Zeus terrible y vengativo que despedía rayos de odio y lujuria desde mi despacho, entre mis cuadernos, a primera hora de la mañana.
Quise despertar. Debí despertar entonces, empapado de un sudor frío, suspirando los últimos retazos de un mal sueño. Correspondía que esta historia acabara con la noticia de que todo lo sucedido no había sido más que una pesadilla, producto de la extenuante noche en vela, del mate, de los cigarros, o de la funesta combinación de estos factores; incluso aceptaría un final que planteara la idea de que yo nunca hubiera sido un escritor, o que bien nunca hubiese aprendido a escribir, explicándose todo porque un hombre de las cavernas, un chamán, tuvo una visión del futuro, una revelación boreal. Pero hace largas horas que perdí las riendas de esta narración y heme ciego, encerrado en el diamante que corona a un dios que jura conquistar el infierno. Y ya no puedo contener el miedo.