sábado, 10 de mayo de 2008

¿Paremos?

No dijo nada más. Ni nada menos. ¿Paremos? Fue la sutil sugerencia que fría y descarnadamente venía a destruir mis anhelos más fútiles, o quizás los más trascendentes, quién podría decirlo la verdad. ¿Paremos? Sólo le bastarían siete condenadas letras, un resoplido, una señal con las manos para eliminarme de su vida. ¿Paremos? Y ella tan cómoda en la desvinculación que esto trae como consecuencia. Ella seguiría en lo suyo, bailaría con muchos otros hombres probablemente menos patéticos y desesperados que yo, pero mi realidad sería sustancialmente distinta. Deambularía como una abeja ciega de flor en flor, buscando el polen sin demasiado éxito. No lo entiendo, puede ser que mis brazos y piernas no se muevan en el ritmo preciso de la canción, puede ser que mi conversación con su suave y perfumado oído derecho no sea la más divertida o la más provocadora, pero ¿cómo puede ella estar segura de que no soy yo esa persona que la querría como nadie más puede quererla? Nadie amaría su baile como yo, nadie amaría su compañía como yo, nadie amaría hablarle suavemente al oído como yo. Con su ¿paremos? , me envía impostergablemente de vuelta al mundo egoísta que me reclama en calidad de pertenencia prescindible. No sé para qué, pero igualmente me reclama, como un niño aburrido que ve jugar a su hermano con un autito de madera que le pertenece y reclama su pertenencia, aún disponiendo de todo un baúl de juguetes fabulosos para jugar. ¿Paremos? Y la fantasía de su sexo se viene abajo, todo el deseo de la noche (quizás hasta de la vida) se frena en un golpe seco de realidad. Porque al querer parar ella no me está diciendo que está cansada o que le duelen los pies por haber bailado toda la noche con tacos. Realmente no la noto demasiado cansada y ni siquiera está usando tacos. No soy tan estúpido. No. Ella, haciendo uso de esta pregunta como un suave anestésico, me dice que no valgo la pena, que bailó conmigo motivada por una lástima absolutamente humana, que en todo caso ya se acabó y no habrá más solidaridad conmigo esta noche. No de su parte al menos. De todas formas, lo que más me perturba de todo esto es que ella me plantee su deseo de suprimir mi existencia en forma de una pregunta a la cual le pueden seguir básicamente dos respuestas, como una sugerencia a la que puedo hacer caso o derechamente desechar. Aunque para sus fines sólo le sirve mi confirmación, mi consentimiento, y yo soy un ser libre en la teoría y podría perfectamente negarme a dejar de bailar, ella sabe que como todo animal con la moral herida, yo nunca pronunciaré otra cosa sino la confirmación de mi mediocridad, de mi futuro inestable y solitario. Paremos. Eso es lo que debería decir sin más rodeos, ¿o no? Para poner fin a estas reflexiones agónicas, a este espacio definidamente tenso que existe entre mis ojos y los suyos, entre boca y boca. Paremos. No. Había que inventar un buen final, un beso, por canalla, por cruel y preciosa. Un beso eterno que no duraría más que el segundo que ella se demorara en reaccionar y regalarme una cachetada geométrica y precisa en la mejilla que siempre acerqué a su oído perfumado para justificar con alguna anécdota fuera de lugar el hecho de que siguiera bailando con ella. Mi mejilla que había tomado su olor fresco, y que ahora me daría otra deliciosa razón para recordarla por un tiempo. Y creo que ya olvidé cuanto tiempo hace que me preguntó si quería que dejáramos de bailar y me parece mucho mejor así, que sienta un poco de ansiedad, aunque sea producto de esta situación tan desfavorable para mí. ¿Paremos? ¿Paremos? Suena como un puñal que se hunde suave en mi pecho. ¿Paremos? Si quiere que pare ella, porque yo no tengo interés alguno de parar. Nunca voy a parar. ¿Para qué voy a parar de bailar? Para volver al destierro. Para firmar la sentencia. ¿Paremos? Cuando me mira temblando y me pregunta porqué le he dicho todo esto al oído.